Alrededor de los años 1500, época de los descubrimientos – más precisamente invasiones, desde la perspectiva de los pueblos indígenas – del Nuevo Mundo (América), las dos grandes potencias del Viejo Mundo (Europa), Portugal y España, establecieron un acuerdo: un tratado, patrocinado por el Papa con el objetivo de repartir las tierras americanas por descubrir y explotar entre las dos. Como consecuencia, en los días de hoy, mitad de América Latina (Brasil) habla portugués y la otra mitad (desde California hasta la Patagonia) español.
El pasado común abrió espacio a historias sincronizadas, y los procesos políticos, sociales y económicos tienden a reproducirse por toda la región. Desde muy pronto, en cuanto colonias europeas, los países de América Latina asumieron su papel de proveedores de materias primas para la matriz europea, garantizadas por la explotación de poblaciones indígenas y/o mano de obra esclava africana, esta importada. Cualquier intento de romper con esa suerte – desde la revolución de Haití en 1791, en contra la esclavitud y el colonialismo, hasta la Revolución Cubana socialista/comunista del 1959 – siempre se ha castigado, sea con la represión violenta, sea con el aislamiento de los pueblos sublevados, sirviendo de ejemplo de “disuasión”.
La mayoría de los países se independizaron casi al mismo tiempo, a principios de 1800: México y Colombia (1810), Paraguay y Venezuela (1811), Argentina (1816), Chile (1818), Perú (1921), Brasil y Ecuador (1822), Bolivia (1825), así sucesivamente.
Descendientes de europeos fueron convenientemente conducidos a puestos-clave, asegurando el dominio extranjero en el poder constituido: algunas veces disfrazado de democracia (solo blancos, hombres y propietarios eran elegibles para el gobierno), otras veces a través de dictaduras explícitas. Con el tiempo, el continente conquistó el modelo del sufragio universal, sin embargo, con el soporte de la financiación privada de las campañas y la intervención determinante de los medios de comunicación, de manera que el poder se mantuvo en manos de los mismos blancos, hombres, propietarios de la riqueza explotada.
Durante la Guerra Fría de los años 1950-60, con el fin de evitar otras Cubas socialistas, o peor aún, otra China comunista (Brasil?), los Estados Unidos de América se aseguraron esta parte del mundo y mantuvieron su “patio trasero”, siempre que necesario, mediante el apoyo yankee a una nueva ola de dictaduras, entonces una solución de régimen más confiable para ellos: Guatemala y Paraguay (1954), Argentina (1962), Bolivia y Brasil (1964), Perú (1968), Chile y Uruguay (1973).
Con el paso de los años, la falencia de ese modelo autoritario impuso una salida – inevitable – por la puerta de la redemocratización, repitiendo el mismo efecto dominó: República Dominicana (1978), Nicaragua (1979), Bolivia (1982), Argentina (1983), Brasil (1985), Chile (1990)…
Recordemos, por un momento, a los años 1960-70: como recurso para la financiación de sus programas de industrialización y de infraestructura, muchos países de América Latina tomaron prestadas enormes sumas de dinero de acreedores internacionales, condicionadas a altas – y flotantes – tasas de interés. Tan luego la economía mundial entró en recesión, en las décadas de 1970-80, y los precios del petróleo dispararon, lo mismo pasó con las tasas de interés en EEUU y en Europa en 1979. Lo que se reflejó en un paso en falso más de la neocolonización, ‘la década perdida’ para toda la región.
El colapso de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y el victorioso Consenso de Washington nuevamente impusieron las condiciones políticas para la victoria electoral de gobiernos conservadores, neoliberales, que inundaron el continente. Las empresas estatales fueron privatizadas, se reprimió el gasto público, los servicios financieros fueron desregulados y se cortaron los derechos laborales. No obstante, la crisis económica y social generalizada, resultante de dichas políticas neoliberales, finalmente cambió la marea, y los gobiernos de derecha, sucesivamente, volvieron a perder fuerza y credibilidad entre la Opinión Pública, cayendo en desgracia ante la población.
Entonces, son los gobiernos progresistas de izquierdas los que se multiplican, como resultado directo de elecciones democráticas: Hugo Chávez Frías (1999) y Nicolás Maduro (2013) en Venezuela, Ricardo Lagos (2000) y Michelle Bachelet (2006) en Chile, Luiz Inácio Lula da Silva (2003) y Dilma Rousseff (2010 ) en Brasil, Néstor Kirchner (2003) y Cristina Kirchner (2007) en Argentina, Evo Morales (2006) en Bolivia, Rafael Correa (2007) en Ecuador, Fernando Lugo (2008) en Paraguay y José Mujica (2010) en Uruguay.
Lula: “Nunca antes na história deste país…”
Por primera vez en 500 años de dominio de Europa y/o EEUU, trabajadores, mujeres y no blancos llegaron al poder. Mediante políticas sociales inclusivas, esos gobiernos progresistas desplazaron el foco del Estado latinoamericano, reorientando los vastos recursos de la tierra, tradicionalmente a manos de pocos privilegiados, para enfrentar y dirimir la miseria socioeconómica entre muchos.
La corrupción es el nuevo comunismo es el nuevo negro
Sin embargo, conquistar el Poder Ejecutivo del Estado (Presidencia y Gabinete Civil) tampoco fue suficiente. En diversos grados, el Poder Legislativo (Cámara de Representantes y Senado) y el Poder Judicial (tribunales) quedaron con la oposición al gobierno Rousseff. Y como si no bastara, el llamado Cuarto Poder (medios de comunicación de alcance nacional, especialmente), como siempre han hecho, pasaron a desempeñar, con mayor e incansable vigor todavía, su papel inalienable de defensa y promoción de los mismos viejos intereses de las clases dominantes.
En estos momentos, los medios se dedican, sobretodo, a un amplio y general llamamiento a las manifestaciones callejeras, distorsionan y fraudan hechos políticos y económicos según su óptica clasista, supervaloran tan solo los casos de corrupción ajenos a los intereses de sus patrocinadores políticos, y finalmente, en un afinada coordinación con el poder judicial, actualizan y glorifican ante su audiencia la información diaria sobre la marcha de los procesos judiciales contra las instituciones progresistas, movimientos sociales y sindicales, mientras se hacen de sordos y mudos delante de la evidente selectividad de esos mismos procesos. No resta duda sobre los factores determinantes de las recientes derrotas de los progresistas en Argentina (presidencial), Venezuela (legislativa) y Bolivia (referéndum para el renombramiento del presidente), explicadas – aunque en parte – por la incapacidad popular para sobreponerse a tanto poder de los medios de comunicación.
Y cuando las viejas estrategias para ganar las elecciones ya no funcionaban tan a gusto y/o las tradicionales formas de golpes de Estado y dictaduras civil-militares pasaban a ser más difíciles de sostener, sea de forma más o menos explícita, nuevas tácticas recién surgieron, y han evolucionado en el escenario latinoamericano: el presidente de Honduras, Manuel Zelaya, fue depuesto por el Tribunal Supremo y retirado de su cargo por el Congreso en de su país el 2009; y el presidente, Fernando Lugo, rápidamente sometido a juicio político y destituido por el Congreso de Paraguay el 2012.
Desde luego, las estrategias de dominación anteriores habrían de ser más sofisticadas, para mejor camuflar sus verdaderas intenciones. Hoy, los golpes de Estado contra la democracia ya no son militares o civil-militares (caso de Brasil en 1964), sino articulados por el Poder Judicial, aliado a los medios de comunicación de masas globalizados y los mercados financieros.
En Brasil, los intentos en curso para acusar a la presidente Dilma de corrupción y detener al ex (futuro?) Presidente Lula por el mismo motivo, con el objetivo – inconfeso – de hacer fracasar su candidatura a la presidencia del país el 2018 y destruir las organizaciones de izquierda brasileñas – partidos y movimientos sociales – son ejemplos de esa táctica perfeccionada. De hecho, nada se ha demostrado que vincule al ex-presidente Lula o la actual presidenta Rousseff con cualquier acto ilegal que sea. Sin embargo, el daño a su imagen pública, principal intento de seguidas investidas judiciales, se ha logrado.
Brasil hoy
Cuando el Partido de los Trabajadores – PT – llegó al poder en 2003, condiciones internacionales favorables contribuyeron a la implementación de políticas inclusivas, permitiendo al gobierno el desarrollo económico del país con mayor equidad en su distribución social, por primera vez en 500 años de existencia del país. Todos los brasileños se han beneficiado de la astucia estratégica de Lula, al proponer el desarrollo económico como forma de superar la crisis económica internacional – incluidos los empresarios nacionales. Por ejemplo, muchas personas pobres se han comprado refrigeradores y automóviles por primera vez, dando la falsa impresión de una posible conciliación entre un gobierno conducido y apoyado por los trabajadores y las clases dominantes, cuando estas eran precisamente las menos interesadas en ese pacto. Muy pronto, se percibió el equívoco.
Además, se elevó la autoestima del pueblo, un efecto secundario pero no menos importante en la nueva realidad de Brasil. Tanto es así que, desde entonces, hemos intentado una política exterior más independiente de los estadunidenses que incluye algunos éxitos relevantes, tales como (i) la derrota del Tratado de Libre Comercio de las Américas en 2005 (aunque nuevas y mejoradas versiones están siendo elaboradas en las oficinas de Washington), (ii) mayor integración regional con otros países de América Latina, indiferentes o más resistentes a la influencia tradicional de los EEUU (Mercosur, Unasur, Celac), y la introducción de (ii) nuevas relaciones políticas y económicas identificadas como Sur-Sur, aproximándonos más con África y otros continentes y países en desarrollo (BRICS y NDB).
La crisis financiera internacional de 2008 y el aparentemente paradójico rescate billonario de grandes instituciones bancarias privadas (precisamente los fabricantes de la crisis) con dinero público por parte de los gobiernos llevaron a la subsiguiente reagrupación y recuperación de las fuerzas conservadoras. La concentración escandalosa y la escalada estratosférica de la riqueza entre cada vez menos individuos, observada a nivel mundial, es más que una prueba de la farsa representada por la “solución” neoliberal para la actual crisis económica internacional.
Al igual que en los intentos anteriores – en contra del pueblo haitiano, o de los guerrilleros de la Sierra Maestra cubana –, esta nueva audacia también tiene que ser frenada e impedida de proseguir.
Solo “os POVOS unidos jamais serão vencidos”
Como el más reciente capítulo de nuestra historia no se ha concluido todavía, hacer cualquier predicción de sus pasos futuros, y resultados, aunque próximos, se hace imposible. Sólo un amplio frente unificado de las fuerzas de izquierda en las calles, acompañado de una actitud más determinada del gobierno, revelará más claramente la relación de fuerzas sociales, su comprensión y integración de parte de las masas. Podemos esperar – y esperanzar – que esta vez, mucho mejor organizados, los movimientos sociales, de sindicalistas, mujeres, indígenas, negros y homosexuales, estudiantes, destituidos de tierra y personas sin hogar, entre otros, y además contando con el apoyo internacional de los trabajadores organizados, seamos capaces de escribir un final alternativo y promisor para Brasil y América Latina.