Una vez les dije a unos amigos que si llego a viejo me gustaría ser un
viejo como José Saramago. Y quién con dignidad para la vida no desearía ser
(en actitud) como un hombre que a los ochenta años se autodefine “cuanto más
viejo más libre, y cuanto más libre más radical”. En 1993 le conocí, eso fue
en el congreso Foro Joven Literatura y Compromiso, celebrado en Málaga. Ya
para entonces me sorprendió su convicción del nado a contra corriente como
forma de vida. En momentos cuando ya se suponía que estaba en desuso el arte
comprometido (aún se sigue suponiendo), Saramago se levantó y defendió el
compromiso estético del atrevimiento. Luego me haría reflexionar sobre el
tema: asumir que el primer compromiso del escritor es con la palabra, sólo
tiene sentido si esa palabra permite cuestionar, con inventiva, la realidad
establecida. Y así, en la humanización de las realidades, el escritor va
posibilitando nuevas formas de sociedades.
Con el arriesgado uso que le dio a la gramática (jugaba con las puntuaciones
y lo que se le ocurriera a su inventiva) implosionó el discurso narrativo.
Ya con la relación que sostenía con la palabra nos estaba diciendo que no
todo estaba inventado; a contra corriente de las reglas del hastío, aún
habían (y hay) muchas otras formas de contar historias. A nivel temático, la
ceguera social engloba toda la gran novela de Saramago. Sus personajes
parecen seres que carentes de vista giran alrededor de una realidad
impuesta. El muro artificial que nos han levantado (alrededor de la vida)
ante nuestra paciencia. En cuanto a la acción, el escritor portugués supo
equilibrar, como muy pocos, la idea con el movimiento. No fue él un autor
encerrado en la cúpula de los elegidos. Cada idea la defendía sobre el papel
(humanizando realidades) y en la calle (posibilitando utopías).
Los libros de José Saramago, como su propia existencia, me hacen pensar en
la vida como viaje crítico. Se trata de un viaje infantil y sabio (la
permanencia del sentido humano de lo primero lleva a lo segundo). Toda una
combinación hermosa entre activismo constante (el continuo descubrimiento de
un niño) y reflexión filosófica (el conocimiento al servicio de la
imaginación). En cada una de sus novelas un narrador invisible (seguramente
él) nos cuenta una historia al mismo tiempo que va detonando ideas
(historias colectivas que afectan realidades individuales).
Como generador de opiniones, Saramago fue un inteligente crítico del
capitalismo devorador de conciencias; pero también lo fue de la izquierda
pasiva que se ha quedado dormida mucho antes de la mitad de la carrera. Una
vez, éste sabio rebelde dijo que su epitafio podría ser “El hombre que se
atrevió a decir no”. Hoy, en su nombre, en este viaje de presentes
continuos, pienso que seres como José Saramago nos dejan pistas para ver (y
crear) los espacios invisibles de la vida. Y en el asiento (del tren
existencial) de la izquierda quiere mi imaginación caprichosa ver un par de
niños deseando ser de viejos tan libres y radicales como Saramago.”