Emir Sader
Habíamos luchado contra las privatizaciones, habíamos luchado contra las (contra) reformas neoliberales, de menos Estado, menos políticas sociales, menos reglamentación, menos derechos laborales, menos empleos formales, menos soberanía, menos esfera pública, menos educación pública, menos cultura pública. Habíamos luchado contra la cesación de los derechos de los trabajadores, de los jubilados, de los trabajadores sin tierra, de las universidades públicas, de la salud pública. Habíamos resistido y en aquel día sentíamos que, a pesar de todo lo que se había dilapidado del país, habíamos derrotado al proyecto neoliberal de FHC, habíamos triunfado.
El día de la posesión y del discurso de Lula en Brasilia parecía el punto de llegada de más de una década de luchas de resistencia, en las que Brasil se había vuelto depositario de las esperanzas de la izquierda de todo el mundo. El Brasil de Lula, del PT, del MST, de la CUT, de Porto Alegre, del presupuesto participativo, del Foro Social Mundial.
Nuestras desconfianzas se confirmaron con más rapidez de lo que suponíamos. Henrique Meirelles, la continuación de las tasas de interés y el superávit primario, constituían las puntas de un iceberg más profundo: la continuación del modelo económico heredado de FHC. Al principio, se la llamó la “herencia maldita”. Pero no fue abierta como paquete, para mostrar al Brasil deshecho y rehecho como Bolsa de Valores en las manos de los tucanes-pefelistas, el Brasil de la privatización de la educación y de la cultura, el del mayor escándalo de la historia del país con la privatización de las estatales – saneadas con el dinero público del Banco Nacional de Desenvolvimento Econômico e Social (BNDES), para luego ser vendidas a precios ridículos de nuevo con recursos públicos del BNDES.
En nombre de la superación de esa “herencia” nos fue impuesta una (contra) reforma de las pensiones, que desató un fatal desencuentro entre los movimientos sociales y el gobierno, porque señalaba el camino de “reconquistar la confianza del mercado” a expensas de los derechos sociales de los trabajadores. Nuestro gobierno hacía lo que se llegó a decir que haríamos, “lo que FHC no había tenido coraje de hacer”, sin decir que era porque no tuvo fuerza, por la resistencia que le opusimos.
No tardó mucho para que el modelo -denominado al comienzo la “herencia maldita” – fuese perennizado, con el mantenimiento de las tasas de interés reales más altas del mundo, con un superávit primario más alto que el definido por el FMI, con la dictadura de las “compensaciones” de recursos a cargo del equipo económico, que pasó a tener el poder de definir cuantos recursos se destinarían (o no) para las políticas sociales, cuál sería el aumento posible del salario mínimo y todo lo que debería ser la referencia central del gobierno, para poder cumplir la “prioridad de lo social”, aspecto por el cual había sido elegido.
De esta manera se perpetuó el modelo, luego se afirmó que esto era el mejor, se
agradeció al antecesor de Lula por la herencia – a partir de allí rebautizada de bendita – que había dejado y se afirmó que “si yo tuviese diez años, diez años mantendría este superávit primario”. Acompañaba a esta política, un discurso desmovilizador, de auto-complacencia, que no señalaba cuáles eran los adversarios, los que habían generado el país más injusto del mundo, que llevó a Lula a la Presidencia para redimirlo y no para mantenerlo.
Nunca sentimos tanta amargura. Porque una cosa era ver al país despedazado por los que nos habían derrotado, otra era ver un equipo en el Banco Central, completamente ajeno a toda la tradición de los economistas del PT, atribuirse el derecho de predominar sobre lo dio notoriedad al PT: sus políticas sociales. Otra cosa era ver a los grandes empresarios imponer sus intereses ligados a los agro-negocios-exportadores, de diseminación de los transgénicos, sobre los de los sin tierra, la reforma agraria, la economía familiar, la autosuficiencia alimentaria en nuestro gobierno. Otra cosa era ver a las radios comunitarias reprimidas en lugar de ser apoyadas, la prensa alternativa sobrevivir a duras penas, mientras el gobierno continuaba alimentando a los grandes monopolios anti-democráticos de los mass media privados. Otra cosa era ver a los softwares alternativos subestimados o excluidos en favor de los grandes lobbies de las corporaciones privadas. Todo eso, por nuestro gobierno.
Fue duro, fue muy duro. Quizás hubiese sido más fácil – si todo fuese pensado desde el punto de vista de la biografía individual de cada uno – haber roto, haberse ido, haber dicho todo lo que lo gobierno merecía oír, en todos los tonos y sonidos. Pero habría significado decir que habíamos sido irremediablemente derrotados, que todo lo que habíamos hecho en las décadas anteriores había desembocado en una inmensa derrota. Habría significado abandonar las trincheras de lucha que habíamos construido con tanto esfuerzo y sacrificio.
Ganas no faltaban. En ciertos momentos habría sido mucho más fácil dejar que corran sueltas las palabras, adherir a la teoría de la “traición”, refugiarnos en las denuncias y abandonar la posibilidad de construir una alternativa concreta.
Como si no fuese suficiente todo eso, vinieron los “escándalos”: Waldomiro Diniz, Roberto Jéferson, el “mensualazo”, las “sanguijuelas”: cada uno como un nuevo puñal en nuestro corazón. La imagen ética del PT, construida como la niña de nuestros ojos, era revertida. Nos volvíamos el partido de los “mayores escándalos de la historia del país”. La palabra “petista” pasaba a ser revestida de una imagen de desconfianza y de “corrupción”. Nada peor podía acontecer a un partido que había nacido, crecido, fortalecido y se había vuelto victorioso con las banderas de la “justicia social y de la ética en la política”. No éramos fieles ni a la una ni a la otra.
Sin embargo no nos fuimos. Nos quedamos. Seguimos intentando encontrar los hilos para retomar el camino del que nos habíamos desviado. Sabíamos que los grandes enfrentamientos todavía estaban por darse. Sabíamos que nuestra política externa era la correcta y se había vuelto esencial para el continente, ahora lleno de gobiernos progresistas, como nunca en la historia de América Latina. Sabíamos que nos podíamos enorgullecer de Petrobrás – que casi se había tornado en Petrobrax en las manos criminales de los tucanes -, de la autosuficiencia en materia petrolera, de que una de las mayores empresas del mundo había alejado a Brasil de la crisis del petróleo a través de una tecnología de investigación y extracción de petróleo en aguas profundas, con tecnología nacional y pública.
Sabíamos que la privatización en la educación, que había hecho proliferar facultades y universidades privadas como verdaderos centro comerciales que vendían educación como Big Mac, había terminado. Que se fortalecían las universidades públicas, que pasábamos a tener, por primera vez, políticas públicas de cultura, abiertas a la creatividad y a la diversidad popular. Que Lula no era FHC, que el PT no era el PSDB. Que los movimientos sociales no eran ya criminalizados y reprimidos. Que la relación con Venezuela, Bolivia, Cuba, Argentina y Uruguay era de hermandad y no de prejuicios de quien mira hacia el Norte y hacia fuera. Que el ALCA había sido quebrado y derrotado por nuestra política externa. Que Brasil había sido el principal responsable de la reaparición del Sur del mundo en el escenario internacional con el Grupo de los 20 y las alianzas con Sudáfrica e India. Que las políticas sociales del gobierno, pese a no ser las que históricamente habían caracterizado al PT, cambiaban, por primera vez las manecillas de la desigualdad – la mayor del mundo, el mayor desafío de la historia brasileña – en el sentido positivo. Que no solo por solidaridad con la amplia mayoría de los brasileños – pobres, miserables, excluidos, discriminados, humillados y ofendidos secularmente -, teníamos que valorizar esas políticas sociales.
Nos quedamos también porque sabíamos que irse sería volver a caer en la vieja e infértil tentación del refugio en el doctrinarismo, camino justamente que el PT se había propuesto superar. Ello sería reanudar el viejo circulo de Sísifo, interminable proceso de avances, victoria, “traición” y reanudación de la resistencia. Como una tragedia griega que había condenado a la izquierda a tener razón, pero siempre a ser derrotada A tener vergüenza y desconfianza de la izquierda que triunfa. De los desafíos que la construcción de una hegemonía alternativa pone frente a nosotros.
Valió la pena habernos quedado, haber continuado en la lucha, haber creído que este es el mejor espacio de lucha, de acumulación de fuerzas, de construcción de alternativas para Brasil. No porque hayamos triunfado en las elecciones. Claro que también por ello. Porque derrotamos al gran monopolio privado de los mass media, demostrando que es posible e indispensable construir formas democráticas de expresión de la opinión pública, quitándola de las manos oligopólicas de las cuatro familias que se creían dueñas de lo que se piensa en Brasil. Claro que porque derrotamos el bloque tucano-pefelista – y de carambola mandamos a la jubilación política a Tasso Jereissatti, a la ACM, Jorge Bornhausen, a FHC -, derrotamos la derecha.
Pero sobre todo porque recuperamos la posibilidad de construir ese “otro Brasil”, camino que parecía clausurado por tanto superávit fiscal, tasas de interés exorbitantes y tantas denuncias. Nos recuperamos, en especial en la segunda vuelta, porque llamamos la derecha, derecha. Hablamos un poco de las desgracias que ellos causaron a Brasil: por fin abrimos el dossier de la “herencia maldita”. Criminalizamos las privatizaciones, posibilitando que apareciese a la superficie la condena mayoritaria de los brasileños a un proceso embellecido y sacralizado por los mass media y por los emisarios del gran capital privado dentro de ella. Porque apelamos a la movilización popular, porque hicimos una campaña de izquierda en la segunda vuelta. Porque comparamos el gobierno de ellos con el nuestro que, incluso con todas sus flojeras, se mostró incuestionablemente superior al de ellos. Fue eso lo que triunfó. Triunfamos por lo que cambiamos, no por lo que mantuvimos. Ganamos porque nos mostramos diferentes y no iguales a ellos.
Celebramos ahora de nuevo, en la Avenida Paulista y en muchos otros sitios y sobre todo en esos millones de casas de beneficiados de la Bolsa Familia, de la electrificación rural, de los microcréditos, del aumento del salario mínimo, que sobre todo los dignifica, al sentirse tomados en cuenta y representados. Es en esas casas donde nunca se dudó que este gobierno es mejor que todos los otros. Que nos habían dado la lección de la tenacidad y de la resistencia contra las campañas terroristas de los mass media.
Celebramos con el mismo trago amargo en la garganta, pero con esperanza y con más confianza. Celebramos el derecho de tener otra oportunidad. Celebramos la fuerza que conseguimos construir y reconstruir. Celebramos el derecho de salir de la política económica conservadora que impidió el crecimiento económico y que podría bloquear la extensión del crecimiento social en caso que perdure la dictadura de las “compensaciones” de recursos. Celebramos el derecho de desterrar esa maldita expresión – “compensación” – del vocabulario político del gobierno.
Celebramos el derecho a reabrir espacios de lucha y de esperanza que nuestros errores habían amenazado con cerrarlos. Celebramos porque conseguimos salvarnos de una derrota que habría condenado a la izquierda – y con ella, al país – a muchos años de nuevos retrocesos. Celebramos porque bloqueamos la posibilidad de regresiones en América Latina y seguimos sumándonos a los procesos de integración. Celebramos porque en este momento firmamos un acuerdo con Bolivia, demostrando que el camino del diálogo y del entendimiento con los países amigos es el camino correcto.
No fue fácil mantener la dignidad y esperanza, incluso durante la campaña. Pero resistimos, con dignidad, hasta que triunfamos. Y reconquistamos el derecho a la esperanza. Sobre todo en la segunda vuelta, con una campaña de izquierda, de reivindicar el Brasil que queremos, señalando los enemigos de un Brasil justo y solidario: las fuerzas políticas, mediáticas, económicas, las elites tradicionales.
Ganamos el derecho a luchar, a luchar por un gobierno que por fin promueva la prioridad de lo social, que sea un gobierno posneoliberal, trabaje por la construcción de una democracia con alma social.
Celebremos, porque merecemos la victoria, a pesar de nuestros errores. Pero para estar a la altura de nuestra victoria, tenemos que hacer de ella una victoria de la izquierda. Una victoria que esté a la altura del emocionante apoyo que el gobierno recibió, a lo largo de toda la campaña, de los más pobres, de los más marginados, de los que constituyen la amplia mayoría de los brasileños, de los que trabajan más y ganan menos. De los que supieron, como nadie, resistir al torrente de propaganda que los mass media difundieron sobre todos. Hacer del nuevo gobierno, ante todo el gobierno de ellos. De todos los brasileños, pero sobre todo de los que siempre habían sido marginados, excluidos, reprimidos, que siempre vivieron y murieron sobreviviendo, en el anonimato, en el silencio, en el abandono.
Celebremos, pero juremos nunca más dejar que nuestro gobierno se desvíe del camino del desarrollo económico y social, de las políticas de universalización de los derechos, de democratización de los mass media, de socialización de la política y del poder. Nunca más aceptemos que nuestro gobierno se confunda con el gobierno de los otros, haga y diga lo que los otros dijeron, legándonos la “herencia maldita”.
Celebremos y reanudemos la lucha, en condiciones mejores, por ese “otro Brasil posible” que está al alcance de nosotros, del gobierno, del PT, de la izquierda, de los movimientos sociales, de la intelectualidad crítica, de la militancia política y cultural. De esa lucha depende el segundo gobierno Lula, que conquistamos con mucho sufrimiento y tenacidad.
Supimos decir “No a la derecha”, sepamos decir “FHC nunca más”, sepamos construir la “prioridad de lo social”, sepamos derrotar a la derecha en todos los planos, sepamos construir un Brasil justo, solidario, democrático y humanista. Para volver a celebrar de aquí a cuatro años, sin tragos amargos, sin desconfianza, con el corazón y la mente orgullosos del país que supimos construir. (Traducción ALAI)[pt_br]
Há exatamente quatro anos atrás comemorávamos – tantos de nós na Avenida Paulista, outros tantos pelo Brasil afora e para além daqui -, finalmente a vitória de Lula, a vitória do PT, a vitória da esquerda. Nos encontrávamos com tanta gente que colocava para fora, nas lágrimas, nos gritos, tanta coisa reprimida, que vinha de longe: da lembrança dos companheiros que não puderam comemorar aquilo conosco às frustrações acumuladas de ver o país ser despedaçado pelo governo que terminava – finalmente – derrotado naquele dia.
Comemorávamos, mas com um travo amargo na garganta. Sabíamos que era o nosso governo, mas alguma coisa nos escapava ali. Ganhávamos, fechávamos o governo FHC com sua derrota – o mais importante naquele momento -, mas se desenhavam sombras sobre a vitória, que indicavam que ela nos escapava. Da “Carta aos brasileiros” ao “Lulinha, paz e amor”, de Duda Mendonça a Palocci e – confirmando tristemente as sombras, a Henrique Meirelles -, mais do que algo nos apontava que a nossa vitória não era necessariamente nossa vitória, a vitória da esquerda, a vitória do anti-neoliberalismo, a vitória do “outro mundo possível” pelo qual estivéramos lutando tanto tempo.
Havíamos lutado contra as privatizações, havíamos lutado contra as (contra) reformas neoliberais, de menos Estado, menos políticas sociais, menos regulamentação, menos direitos trabalhistas, menos empregos formais, menos soberania, menos esfera pública, menos educação pública, menos cultura pública. Havíamos luta contra a cassação de direitos dos trabalhadores, dos aposentados, dos trabalhadores sem terra, das universidades públicas, da saúde pública. Havíamos resistido e naquele dia sentíamos que, apesar de tudo o que se havia dilapidado do país, havíamos derrotado ao projeto neoliberal de FHC, havíamos triunfado.
O dia da posse e do discurso de Lula em Brasília pareciam o ponto de chegada de mais de uma década de lutas de resistência, em que o Brasil se havia tornado depositário das esperanças da esquerda de todo o mundo. O Brasil de Lula, do PT, do MST, da CUT, de Porto Alegre, do orçamento participativo, do Fórum Social Mundial.
Nossas desconfianças se confirmaram com mais rapidez do que supúnhamos. Henrique Meirelles, manutenção da taxa de juros, superávit fiscal – eram pontas de iceberg mais profundo: a manutenção do modelo econômico herdado de FHC. Primeiro, chamado de “herança maldita”. Que não foi desembrulhado como pacote, para mostrar o Brasil desfeito e refeito como Bolsa de Valores nas mãos dos tucanos-pefelistas, o Brasil da privataria na educação e na cultura, do maior escândalo da história do país com a privatização das estatais – saneadas com o dinheiro público do Bndes, para em seguida ser vendida a preços de banana de novo com recursos públicos do Bndes.
Em nome da superação dessa “herança” nos foi empurrada uma (contra) reforma da previdência, que desatou um fatal desencontro entre os movimentos sociais e o governo, porque assinalava um caminho de “reconquistar a confiança do mercado” às custas de direitos sociais dos trabalhadores. O nosso governo fazia o que chegou a ser dito que fazíamos “o que FHC não tinha tido coragem de fazer” – sem dizer que era porque não teve força, pela resistência que nós lhe opusemos.
Não demorou para que o modelo – primeiro chamado de “herança maldita” – fosse perenizado, com a manutenção das taxas de juros reais mais altas do mundo, com um superávit fiscal mais alto que o definido pelo FMI, com a ditadura dos “contingenciamento” de recursos pela equipe econômica, que passou a ter o poder de definir quantos recursos iriam (ou não iriam) para as políticas sociais, qual o aumento possível do salário mínimo e tudo o mais que deveria ter sido a referência central do governo, se fosse para cumprir a “prioridade do social” para o qual tinha sido eleito.
Logo se perpetuou o modelo, logo se afirmou que ela era o melhor, se agradeceu em abraço ao antecessor de Lula pela herança – a partir dali rebatizada de bendita – que havia deixado e se afirmou que “dez anos eu tivesse, dez anos manteria este superávit fiscal”. Acompanhava-se um discurso desmobilizador, de auto-complacência, que não apontava quais eram os adversários, os que haviam produzido o pais mais injusto do mundo, que levou Lula à presidência para redimi-lo e não para perenizá-lo.
Nunca sentimos tanta amargura. Porque uma coisa era ver o país ser despedaçado pelos que nos haviam derrotado, outra era ver uma equipe no Banco Central completamente alheia a toda a tradição dos economista do PT se dar o direito de predominar sobre o que notabilizou o PT – suas políticas sociais. Outra coisa era ver grandes empresários fazerem predominar seus interesses agro-negocios-exportadores, de disseminação dos trangênicos, sobre os sem terra, a reforma agrária, a economia familiar, a auto-suficiência alimentar no nosso governo. Outra coisa era ver as rádios comunitárias serem reprimidas em lugar de serem incentivadas, a imprensa alternativa sobreviver a duras penas, enquanto o governo continuava a alimentar os grandes monopólios anti-demcráticos da mídia privada. Outra coisa era ver os softwares alternativos serem subestimados ou descartados em favor dos grandes lobbies das corporações privadas. Pelo nosso governo.
Foi duro, foi muito duro. Talvez tivesse sido mais fácil – se tudo fosse pensado do ponto de vista da biografia individual de cada um – ter rompido, ter ido embora, ter dito tudo o que o governo merecia ouvir, com todos os tons e sons. Mas teria sido dizer que tínhamos sido irremediavelmente derrotados, que tudo o que tínhamos feito nas décadas anteriores tinha desembocado numa imensa derrota. Teria sido abandonar as trincheiras de luta que tínhamos construído com tanto esforço e sacrifício.
Dava vontade. Em certos momentos teria sido muito mais fácil deixar correr solta a palavra, aderir à teoria da “traição”, refugiar-nos nas denuncias e abandonar a possibilidade de construir uma alternativa concreta.
Como se não bastasse tudo isso, vieram os “escândalos”: Waldomiro Diniz, Roberto Jéferson, “mensalão”, “sanguessugas” – cada um como uma nova estaca no nosso coração. A imagem ética do PT, construída como a menina dos nossos olhos era revertida. Nos tornávamos o partido dos “maiores escândalos da história do país”. A palavra “petista” passava a ser revestida de uma desconfiança de “corrupção”. Nada de pior poderia acontecer a um partido que tinha nascido, crescido, se fortalecido e se tornado vitorioso com as bandeiras da “justiça social e da ética na política”. Não éramos fiéis nem a uma nem à outra.
No entanto, não nos fomos. Ficamos. Seguimos tentando encontrar os fios para retomar o caminho de que nos havíamos desviado. Sabíamos que os grandes enfrentamentos ainda estavam por ser dados. Sabíamos que nossa política externa era a correta e se havia tornado essencial para o continente – agora povoado de governos progressistas, como nunca na história da América Latina. Sabíamos que nos podíamos orgulhar da Petrobrás – que quase havia se tornado Petrobrax nas mãos criminosas dos tucanos -, da autosuficiência em petróleo, de que uma das maiores empresas do mundo havia resgatado o Brasil da crise do petróleo através de uma tecnologia de pesquisa e extração de petróleo em águas profundas, com tecnologia nacional e pública. Sabíamos que a privataria na educação, que havia feito proliferar faculdades e universidades privadas como verdadeiros shopping-centers que vendiam educação como big-macs, havia terminado. Que se fortaleciam as universidades públicas, que passávamos a ter, pela primeira vez, políticas públicas de cultura, abertas à criatividade e à diversidade popular. Que Lula não era FHC, que o PT não era o PSDB. Que os movimentos sociais não eram mais criminalizados e reprimidos. Que a relação com a Venezuela, a Bolívia, Cuba, a Argentina, o Uruguai – era de irmandade e não de preconceitos de quem olha par ao Norte e para fora. Que a Alca tinha sido brecada e derrotada pela nossa política externa. Que o Brasil tinha sido o principal responsável pela reaparição do Sul do mundo no cenário internacional com o Grupo dos 20 e as alianças com a África do Sul e a Índia. Que as políticas sociais do governo, mesmo não sendo as que historicamente haviam caracterizado ao PT, mudavam, pela primeira vez o ponteiro da desigualdade – a maior do mundo, o maior desafio da história brasileira – no sentido positivo. Que nem que fosse por solidariedade com a grande maioria dos brasileiros – pobres, miseráveis, excluídos, discriminados, humilhados e ofendidos secularmente -, tínhamos que valorizar essas políticas sociais.
Ficamos também porque sabíamos que ir-se seria recair na velha e infértil tentação do refúgio no doutrinarismo – caminho justamente que o PT se havia proposta a superar. Seria retomar o velho circulo de Sísifo, interminável de avanços, vitória, “traição” e retomada da resistência. Como uma tragédia grega que havia condenado a esquerda a ter razão, mas ser sempre derrotada. A ter vergonha e desconfiança da esquerda que triunfa. Dos desafios que a construção de uma hegemonia alternativa coloca diante de nós.
Valeu a pena termos ficado, termos continuado na luta, termos acreditado que este é o melhor espaço de luta, de acumulação de forças, de construção de alternativas para o Brasil. Não porque tenhamos triunfado nas eleições . Claro que também por isso. Porque derrotamos o grande monopólio privado da mídia, demonstrando que é possível e indispensável construir formas democráticas de expressão da opinião pública, tirando-a das mãos oligopólicas das quatro famílias que se acreditavam donas do que se pensa no Brasil. Claro que porque derrotamos o bloco tucano-pefelista – e de cambulhada mandamos para a aposentadoria política a Tasso Jereissatti, a ACM, a Jorge Bornhausen, a FHC -, derrotamos a direita.
Mas principalmente porque recuperamos a possibilidade de construir um “outro Brasil” – caminho que parecia fechado em meio a tanto superávit fiscal, a taxas de juros exorbitantes, a tantas denúncias.
Recuperamos, especialmente no segundo turno, porque chamamos a direita de direita. Dissemos um pouco das desgraças que eles fizeram para o Brasil – finalmente abrimos o dossiê da “herança maldita”. Criminalizamos as privatizações, possibilitando que aparecesse à superfície a condenação majoritária dos brasileiros a um processo embelezado e sacralizado pela mídia e pelos arautos do grande capital privado dentro dela. Porque apelamos à mobilização popular, porque fizemos uma campanha de esquerda no segundo turno. Porque comparamos o governo deles com o nosso que, mesmo com todas as suas fraquezas, mostrou-se inquestionavelmente superior ao deles. Foi isso que triunfou. Triunfamos pelo que mudamos, não pelo que mantivemos. Ganhamos porque nos mostramos diferentes e não iguais a eles.
Comemoramos agora de novo, na Avenida Paulista ou em tantos outros lugares – antes de tudo nesses milhões de casas de beneficiários da Bolsa Família, da eletrificação rural, dos micro-créditos, do aumento do salário mínimo, mas principalmente os dignifica, ao se sentirem contemplados e representados. Nessas casas onde nunca se duvidou que este governo é melhor que todos os outros. Que nos deram a lição da tenacidade e da resistência contra as campanhas terroristas da mídia.
Comemoramos com o mesmo travo amargo na garganta, mas com esperança e com mais confiança. Comemoramos o direito de ter outra oportunidade. Comemoramos a força que conseguimos construir e reconstruir. Comemoramos o direito de sair da política econômica conservadora que impediu o crescimento econômico e poderia bloquear a extensão do crescimento social – caso perdurasse a ditadura dos “contingenciamentos” de recursos. Comemoramos o direito de banir essa maldita expressão – “contingenciamento” – do vocabulário político do governo.
Comemoramos o direito a reabrirmos espaços de luta e de esperança que nossos erros haviam ameaçado de fechar. Comemoramos porque conseguimos nos salvar de uma derrota que teria condenado a esquerda – e com ela, o país – a muitos anos de novos retrocessos. Comemoramos porque bloqueamos a possibilidade de regressões na América Latina e seguimos nos somando aos processos de integração. Comemoramos porque neste momento assinamos acordo com a Bolívia, demonstrando que o caminho do diálogo e do entendimento com os paises amigos é o caminho correto.
Não foi fácil manter a dignidade e a esperança, mesmo durante a campanha. Mas resistimos, com dignidade, até que triunfamos. E reconquistamos o direito à esperança. Principalmente no segundo turno, com uma campanha de esquerda, de reivindicar o Brasil que queremos, enunciando os inimigos de um Brasil justo e solidário – as forças políticas, midiática, econômicas: as elites tradicionais.
Ganhamos o direito a lutar, a lutar por um governo que finalmente promova a prioridade do social, seja um governo posneoliberal, trabalhe pela construção de uma democracia com alma social.
Comemoremos, porque merecemos a vitória, apesar dos nossos erros. Mas para estar à altura da nossa vitória, temos que fazer dela uma vitória da esquerda. Uma vitória que esteja à altura do emocionante apoio que o governo recebeu, ao longo de toda a campanha, dos mais pobres, dos mais marginalizados, dos que constituem a grande maioria dos brasileiros, dos que trabalham mais e ganham menos. Dos que souberam, como ninguém, resistir à enxurrada de propaganda que a mídia despejou sobre todos. Fazer do novo governo, antes de tudo o governo deles. De todos os brasileiros, mas sobre tudo dos que sempre foram marginalizados, excluídos, reprimidos, que sempre viveram e morreram sobrevivendo, no anonimato, no silêncio, no abandono.
Comemoremos, mas juremos nunca mais deixar que o nosso governo se desvie do caminho do desenvolvimento econômico e social, das políticas de universalização dos direitos, de democratização da mídia, de socialização da política e do poder. Nunca mais aceitarmos que o nosso governo se confunda com o governo dos outros, faça e diga o que os outros disseram e nos legaram a “herança maldita”.
Comemoremos e retomemos a luta, em condições melhores, por um “outro Brasil possível”, que está ao alcance de nós, do governo, do PT, da esquerda, dos movimentos sociais, da intelectualidade crítica, das militância política e cultural. Dessa luta depende o segundo governo Lula, que conquistamos com muito sofrimento e tenacidade.
Soubemos dizer “Não à direita”, saibamos dizer “FHC nunca mais”, saibamos construir a “prioridade do social”, saibamos derrotar a direita em todos os planos, saibamos construir um Brasil justo, solidário, democrático e humanista. Para voltarmos a comemorar daqui a quatro anos, sem travos amargos, sem desconfiança, com o coração e a mente orgulhosos do país que soubemos construir.