air Bolsonaro, el presidente ultraderechista, fue, siguiendo el protocolo, el último en hacer uso de la palabra. Dijo que hablaría por cinco o seis minutos. Se extendió por exactos quince con veinte y siete segundos.
Elogió a los que lo antecedieron –un asesor especial de su despacho, el secretario-ejecutivo del ministerio de Salud, un médico y dos médicas – y culpó a los “débiles, cobardes y omisos” que, al contrario de lo que aseguró el trío de médicos, no utilizan la cloroquina para luchar contra la covid-19.
A la una de la tarde, o sea, dos horas después del inicio de la celebración en el Palacio do Planalto, el grupo integrado por medios de comunicación que funciona desde que el gobierno empezó claramente a intentar manipular los datos oficiales de infectados y muertos por el corona virus, divulgó sus nuevos números: el total de víctimas fatales llegó a 114.913 en las 24 horas anteriores y el de infectados fue de tres millones, seiscientos diez mil veinte y ocho. También se informó que de los 5.570 municipios brasileños 4.037 tuvieron muertos por la covid-19.
Acorde a lo que afirmó Bolsonaro, todo por culpa de médicos, alcaldes y gobernadores provinciales que no siguieron sus consejos y no impusieron la cloroquina como arma indispensable de combate al virus letal.
El general Eduardo Pazuello, que desde hace 101 días ocupa “interinamente” el ministerio de Salud, donde esparció una veintena de militares en puestos antes ocupados por médicos y especialistas, no compareció. Y el número dos de la cartera, coronel Antonio Franco, fue breve en su pronunciamiento que, a ejemplo de lo que hace el presidente ultraderechista, terminó con un “Dios nos proteja”. No mencionó ningún programa específico, de coordinación nacional, del ministerio para proteger a los 212 millones de brasileños.
La persistente obsesión de Bolsonaro por el uso de la cloroquina surgió con su principal modelo y ejemplo, Donald Trump. Y aunque el mandatario de Estados Unidos haya dado marcha atrás hace ya un buen tiempo, presionado por autoridades sanitarias de su país, médicos e investigadores de todo el mundo, su par brasileño insiste en contrariar a todo y a todos, empezando por la Organización Mundial de Salud (OMS).
La ceremonia y celebración de hoy no hace más que confirmar lo que Bolsonaro reitera sin pausa desde que clasificó, todavía en marzo, la pandemia de “una gripecita”. Que, a propósito, infectó a él, a su esposa Michelle, a uno de sus hijos, Jair Renan, a diez de sus ministros y a varios de sus seguidores en el Congreso. Todos, de acuerdo al ultraderechista, se salvaron gracias a la cloroquina.
También se repitió, en su pronunciamiento de este lunes, la agresión a los medios de comunicación. El domingo Bolsonaro ya había amenazado a un reportero (“tengo ganas de llenar tu boca de trompadas”), y hoy acusó a los que “usan sus bolígrafos” para mentir.
La amenaza de agresión fue su respuesta a una pregunta inevitable: ¿”por qué Queiróz depositó 89 mil reales en la cuenta de la primera dama”?
Fabricio Queiróz, un policía militar reformado, es amigo de Bolsonaro desde hace más de treinta años. Funcionaba como una especie de asesor todoterreno para la familia presidencial. Está en prisión domiciliaria, acusado de operar un esquema de desvío de fondos públicos a través de un mecanismo bastante común en la política brasileña: nombrar a “asesores fantasmas” de diputados y senadores y quedarse con sus sueldos.
Hasta ahora las constataciones concretas se limitaban a depósitos y pagos en efectivo de cuentas del entonces diputado provincial y actual senador Flavio Bolsonaro, el “hijo número 01” del presidente.
Con depósitos regulares en la cuenta de la primera dama el cuadro se complica para el presidente. De ahí su explosión de furia siempre que el tema es mencionado.
A propósito: solamente en el primer semestre de este año Jair Bolsonaro lanzó 245 ataques a periodistas y medios de comunicación. Más de uno por día. Dice que se siente víctima de una persecución injusta e incesante. Y que defiende la democracia.