Las crónicas de la época nos cuentan que cada contingente de prisioneros indios era traído en barco a Buenos Aires; que aquí se separaba a la chusma (niños y mujeres) de los varones adultos; que los niños y mujeres iban a servir a casas de familia de la ciudad (es decir: había secuestro y apropiación de menores, consentido por el poder) y que los varones adultos, marchaban a las canteras -la más importante estaba en la isla Martín García- a esculpir los adoquines con que la Capital de la república se preparaba para el Centenario.
Puesto que no había vacunas y que los Mapuche, cambiados de ambiente, morían rápidamente a causa del cólera y la gripe, la sífilis y la tuberculosis, en la isla Martín García, como práctica, se arrojaban los cadáveres al río.
Por eso hoy en la isla se conserva el hueco de la cantera en la que trabajaron y murieron aquellos Mapuche cautivos. Sin embargo, en el cementerio no hay tumbas ni lápidas que recuerden a esas personas muertas; son menos que “NN”; son desaparecidos.
Está enterrado el despensero de Solís, a quien la isla debe su nombre. También hay tumbas de marineros y piratas de varios siglos y distinta laya. Hacia el ’14, fueron inhumados en Martín García los restos de los ganchos y conscriptos muertos en las maniobras navales. Pero tampoco hay nombres neuquinos (perdón, Mapuche) en esas lápidas.
Aquel País de las Manzanas que fuera orgullo de Sayhueque -y que deslumbrara a viajeros como el inglés Musters o el perito Moreno- tiene el dudoso privilegio de haber sido el primero en sufrir la invasión, el despoblamiento sistemático y la apropiación de la tierra por parte del poder mercantil con sede en Buenos Aires.
Un crisol de sangre
En 1919, cuando corrió en las calles de Buenos Aires la sangre de obreros europeos inmigrantes (incluso mujeres y niños, bueno es aclararlo), algunos hijos de la dispersa familia tehuelche y mapuche actuaron como policía brava, sirviendo a ese mismo poder que había consumado, unas décadas antes, el genocidio indígena.
No es una fantasía desmedida pensar que por los adoquines de la avenida Sáenz, en Pompeya -esculpidos con sangre por los confinados Mapuche de Sayhueque- llegó a escurrirse años después otra sangre, también del pueblo, también injustamente derramada.
Porque toda la sangre es roja -como escribió un poeta obrero de Chicago- y la tierra, eterna y desmemoriada, no sabe distinguirla.
Fuentealba: el último
Carlos Fuentealba, maestro neuquino, es la última de las víctimas populares de ese insaciable poder, sordo al reclamo de justicia, instalado en las tierras alguna vez expropiadas a Sayhueque y más tarde expropiadas al Estado Argentino.
Las nuevas elites gobernantes -integradas por hijos desclasados y nuevos ricos descendientes de los pobres inmigrantes del ’80- hoy son responsables de las nuevas expropiaciones y de los nuevos crímenes.
En la tierra y el agua de un país desmemoriado, se vuelven a fundir y a fusionar las sangres de los luchadores populares caídos.
Ahí están los estudiantes Santiago Pampillón y Juan José Cabral, por ejemplo; o los periodistas Emilio Jáurequi y Juan García Elorrio; o el obispo Angelelli; o la madre Azucena Villaflor; o los estudiantes secundarios de la “Noche de los Lápices”; o los abogados de la “Noche de las Corbatas”; o los obreros azucareros de la “Noche del Apagón”.
Y están, por supuesto, los miles de desaparecidos y sepultados NN, todos ésos “conocidos sólo de Dios”, como se acostumbra poner en los cementerios de guerra.
Más cerca, hasta llegar a Carlos Fuentealba, hay nombres como el del periodista Mario Bonino o los piqueteros Maxi Kosteki y Darío Santillán; y también humildes trabajadores como Víctor Choque o Teresa Rodríguez, todos víctimas de los “escarmientos” que periódicamente asestan sobre el pueblo los gendarmes al servicio del Capital.
“No se le pega a un maestro” tituló su viñeta, inspirada en el caso Fuentealba, un columnista de La Nación.
No se le pega ni se mata a nadie, querríamos contestarle. Porque no hay “muertos de primera y muertos de segunda”, tal como afirmaba en los ’70 otro periodista del régimen.
No, estimados colegas. Lo que hay son muertos del pueblo, exactamente iguales. Malditamente iguales. Muertos por reclamar justicia. Muertos por levantarse contra un poder despótico e inhumano.
La tierra -desmemoriada ella- no los distingue. Y el pueblo -sabio- tampoco los distingue.
Pero no olvida a ninguno. Todos tienen un lugar junto a su pecho. Están en sus más queridos sueños. Están en la sangre palpitante de sus puños cerrados.