Cuando apareció un cuerpo flotando en río Chubut no hubo mucho margen para la duda. En esta tierra el pasado pesa como una pesadilla. Mucho más en este presente. Hoy, 20 de octubre, su hermano Sergio, acaba de confirmarlo. Y aunque sólo conocemos algunas circunstancias vinculadas a su muerte, estas son lo suficientemente poderosas para hacernos desechar cualquier causalidad que no involucre directa e indirectamente al Estado argentino. Esta vez no prosperaron los simulacros. No hubo proliferación de mediaciones de la acción criminal. El gobierno prácticamente la ejerció en forma directa a través de los dichos de sus funcionarios.
El gobierno, sus aliados, los que no son muy diferentes al gobierno aunque revistan en filas opositoras, vienen sondeando el sadismo societal promedio. Probablemente, en este mismo instante, desde algún espacio oficial o para-oficial se esté tramando alguna encuesta. Quieren constatar hasta que punto han cambiado los tiempos para hacer gala de su perversión.
Mientras tanto, otros sectores gubernamentales más comedidos, más oportunistas, han caído en la cuenta de que el gobierno ha ejercido el poder en forma muy poco burocrática. Que en su frenesí gerencial se creyó con absoluta inmunidad para encarar “tareas de reestructuración” en todos los órdenes. Que ni siquiera ha estado atento a las apariencias. Que sus figuras más destacadas, además de insensibles, carecen de toda astucia táctica: son mediocres, superficiales, delirantes, patéticos. Y que ahora el gobierno ha quedado demasiado expuesto.
Los grandes medios de comunicación han asumido una tarea siniestra que consiste en presentar a Santiago como un desemejante. Pero más allá de su trabajo de zapa tendiente a la desubjetivación, más allá del ejercicio sistemático de la violencia discursiva deshumanizante, parece ser que hay una parte importante de la sociedad argentina que insiste en considerar a Santiago como un prójimo y que está haciendo un inventario de todas las ofensas. Todo indica que frente a la brutalidad del Estado y el gobierno no permanecerá pasiva.
Inclusive hay personas que se identifican con Santiago, por su gesto de responsabilidad respecto de los temas importantes de la sociedad y la historia. Porque existen en nuestra sociedad amplios sectores que, como Santiago, no están enceguecidos y embrutecidos por esas cuestiones mínimas, vinculadas a la gestión de lo cotidiano; cuestiones que contribuyen al salvajismo masivo, al aislamiento egocéntrico y a la despolitización de la miseria.
Hay hombres y mujeres que admiran a Santiago por su solidaridad, por sus condiciones como sujeto ético, por su opción a favor de los condenados de la tierra. Lo respetan profundamente por negarse a habitar el mundo bajo el modo de la disciplina, la domesticación, la resignación y el conformismo. Lo ven como un ejemplo.
Hay hombres y mujeres que intuyen que la violencia ejercida contra Santiago guarda proporciones inversas con sus cualidades superiores como ser humano. Del mismo modo, su perfil como militante popular contrasta con las “carreras individuales” de los responsables materiales y políticos de su muerte.
Es más, en este momento tan pero tan triste (se viene acumulando demasiada tristeza en los últimos tiempos), estamos convencidos de que Santiago ejercía la alegría en el sentido más drástico que pueda concebirse y que, según el filósofo Baruj Spinoza, consistía en el pasaje de una perfección menor a una mayor.
En este momento preferimos confiar en las posibilidades de los subsuelos del ser colectivo; porque creemos que muchos y muchas sienten empatía con Santiago, con su causa; porque creemos que hay un océano de seres que lo extrañan; porque creemos que Santiago Maldonado puede ser el principio de un tiempo mejor: justo, digno, humano.