Estados Unidos siempre ha considerado a América Latina como su área natural de influencia. No es una coincidencia si el Departamento de Estado estadounidense conduce su política hacia la región desde la oficina de “asuntos hemisféricos”, una manera de dar por sentado que quien manda en América son los (norte) americanos, conforme a lo dictado por la doctrina Monroe. Cuando esta supremacía ha sido puesta en duda, Estados Unidos no ha titubeado en usar su conocimiento, su dinero, sus leyes y sus armas para mantener su hegemonía.
Sin embargo, la irrupción de China en la región ha cambiado las reglas del juego. Y es que Pekín, al volverse el primer inversionista y el segundo socio comercial de Latinoamérica, supo aprovechar el desinterés estratégico de la política exterior de Estados Unidos en su llamado “patio trasero” por estar concentrado en los conflictos del Medio Oriente y Asia, para imponerse como su rival con implicaciones geopolíticas en el corto y largo plazo.
La rapidez y la profundidad de estos cambios contrastan con la lentitud con la cual las élites latinoamericanas han asimilado su alcance. En un momento de dificultades económicas, ver llegar (muchos) dólares frescos provenientes de Pekín, ha sido percibido como una salvación a corto plazo. Pero conforme se afianza la influencia de China en la región, cabe preguntarse si convertirse en el patio trasero de Pekín, después de haber sido el de Washington, es una buena idea, o si no sería mejor que los latinoamericanos tomen su destino en sus propias manos para defender la mayor conquista de la región en los últimos cuarenta años: la democracia.
A pesar de tratarse de regímenes políticos totalmente distintos, China y Estados Unidos comparten la voluntad de mantener a América Latina bajo su influencia. Estados Unidos dice apoyar de manera irrestricta los valores democráticos denunciando a los regímenes venezolano, cubano y nicaragüense, pero hace del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro quien públicamente ha demostrado su admiración por las dictaduras militares y cuestionado la conveniencia de la democracia, su principal aliado en Latinoamérica. China, por su lado, defiende una relación armónica entre pares, sin intromisiones.
Pero las condiciones tan desiguales en las cuales se dan estos acuerdos le dan a China una capacidad de influencia tal que agendas que no son del agrado de Pekín, como la defensa de los derechos humanos y de la libertad de expresión, son progresivamente dejados de lado en aras de mantener la relación con ese país.
Para contener, de alguna manera, la influencia china, Estados Unidos ha criticado esta “diplomacia de la trampa de la deuda”: argumentan que estimularía la corrupción, la destrucción del medioambiente y de los empleos locales y socavaría el Estado de derecho. Pero esta estrategia no ha tenido éxito.
En realidad, Washington ha contribuido a modificar el perfil de las inversiones chinas, que ahora ganan licitaciones públicas en campos más diversos y de más largo plazo, incluso en países cercanos a Estados Unidos, como Colombia. Y esto no implica que Pekín renuncie a ejercer su poder de prestamista en particular con los países que no tienen acceso a los mercados internacionales, mientras presiona por cuestiones políticas, como la ruptura de relaciones diplomáticas con Taiwán (al menos tres naciones de la región ya lo hicieron).
Y de la misma manera que a Estados Unidos, a Pekín no le importará que el gobierno brasileño persiga a las minorías, ataque a los periodistas, censure la cultura e intente silenciar a la oposición.
Frente a ello, América Latina tiene dos opciones: dejar fluir la inercia y volverse una región bajo la influencia de una potencia que no promueve los valores democráticos o imaginar soluciones innovadoras para que el desarrollo económico y social contribuya a fortalecer la democracia y el Estado de derecho. Si se decide por la segunda opción, es necesario asumir que el manejo de la economía y de la política precisa cambios estructurales.
La economía de América Latina tiene varias trabas que impiden su crecimiento, como la baja productividad, el peso de la economía informal, el tamaño de la evasión fiscal y la persistencia de la corrupción. Sin embargo, el rentismo, fruto de la relación de promiscuidad entre el dinero y la política, contribuye en gran medida a obstaculizar el crecimiento económico y la movilidad social.
Una realidad global muestra una crisis de valores humanos
“Nuestra respuesta a esta epidemia debe abarcar, y de hecho, centrarse en aquellos a quienes la sociedad a menudo descuida o relega a un estado menor. De lo contrario, fallará. La salud de cada persona está vinculada a la salud de los miembros más marginados de la comunidad. La prevención de la propagación de este virus debe garantizar un acceso equitativo al tratamiento”.
Eso significa superar las barreras existentes para una atención médica accesible y asequible, y abordar el tratamiento diferencial arraigado en función de los ingresos, el género, la geografía, la raza y el origen étnico, la religión o el estatus social.
Además, según los Altos Comisionados, superar los prejuicios sistémicos que pasan por alto los derechos y las necesidades de las mujeres y las niñas, o, por ejemplo, limitar el acceso y la participación de los grupos minoritarios, será crucial para la prevención y el tratamiento eficaces del Covid-19.
Las personas que viven en instituciones, los ancianos o los detenidos, sean más vulnerables a la infección y deben abordarse específicamente en la planificación y respuesta a las crisis”. Los migrantes y los refugiados, independientemente de su estatus formal, deben ser una parte integral de los sistemas y planes nacionales para combatir el virus.
“Muchas de estas mujeres, hombres y niños se encuentran en lugares donde los servicios de salud están sobrecargados o inaccesibles. Pueden estar confinados en campamentos y asentamientos, o vivir en barrios marginales urbanos, donde el hacinamiento y el saneamiento con pocos recursos aumentan el riesgo de exposición”, afirman Bachelet y Grandi.
Los expertos aseguran que se necesita con urgencia apoyo internacional para ayudar a los países de acogida a intensificar los servicios, tanto para los migrantes como para las comunidades locales, e incluirlos en los acuerdos nacionales de vigilancia, prevención y respuesta. De lo contrario, se pondrá en peligro la salud de todos y se arriesgará a aumentar la hostilidad y el estigma.
También es vital que cualquier ajuste de los controles fronterizos, restricciones de viaje o limitaciones a la libertad de movimiento no impidan que las personas que huyan de la guerra o la persecución y puedan acceder a la seguridad y la protección.
Al extenderse rápidamente por todo el mundo, con la incertidumbre en torno al número de infecciones y con una vacuna todavía a muchos meses de distancia, el virus está generando profundos temores y ansiedades en individuos y sociedades, agregan.
“Indudablemente, algunas personas sin escrúpulos buscarán aprovechar esto, manipulando temores genuinos y aumentando las preocupaciones. Cuando el miedo y la incertidumbre entran en acción, los chivos expiatorios nunca están lejos. Ya hemos visto ira y hostilidad dirigidas a algunas personas de origen del este asiático”.