La amenaza de una nueva crisis alimentaria es ya una realidad. El precio de los alimentos ha vuelto a aumentar alcanzando cifras récord, en una escalada creciente y consecutiva de precios desde hace ocho meses, según informa el Índice de la FAO para los Precios de los Alimentos de febrero de 2011, que analiza mensualmente los precios a escala global de una cesta formada por cereales, oleaginosas, lácteos, carne y azúcar. El Índice apunta a un nuevo máximo histórico, el más elevado desde que la FAO empezó a estudiar los precios alimentarios en 1990.
Este aumento del coste de la comida, sobre todo de los cereales básicos, tiene graves consecuencias para los países del Sur con bajos ingresos y dependencia de la importación alimentaria así como para millones de familias, en estos países, que destinan entre un 50 y un 60% de sus ingresos a la compra de alimentos, cifra que puede llegar hasta un 80% en los países más pobres. En estos casos, el aumento del precio de los productos alimentarios los convierte en inaccesibles.
Nos volvemos a acercar a la cifra de mil millones de personas, una de cada seis en el planeta, que hoy no tienen acceso a la comida. El propio presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, lo dejaba claro al afirmar que la actual crisis alimentaria había hecho aumentar en 44 millones el número de personas que padecen hambre crónica. Hay que tener en cuenta que en el año 2009 ya se superó esta cifra, llegando a los 1.023 millones de personas subnutridas en todo el planeta, cifra que se redujo levemente en 2010, pero sin regresar a los índices anteriores a la crisis alimentaria y económica de 2008 y 2009.
La presente crisis se da en un contexto de abundancia de alimentos. La producción de comida se ha multiplicado por tres desde los años 60, mientras que la población mundial tan sólo se ha duplicado desde entonces. Por lo tanto, de comida hay. No se trata de un problema de producción sino de un problema de acceso a los alimentos, a diferencia de lo que puedan afirmar las instituciones internacionales (FAO, BM, OMC), que instan a aumentar la producción a través de una nueva revolución verde, la cual no haría más que agravar la crisis alimentaria, social y ecológica que enfrentamos.
Las revueltas populares
Las revueltas populares en el Norte de África y en Oriente Medio tuvieron entre sus múltiples detonantes la escalada del precio de los alimentos. En diciembre de 2010, en Túnez, las capas más pobres de la población ocupaban la primera línea del conflicto exigiendo, entre otros, acceso a la comida.
En enero de 2011, jóvenes manifestantes en Argelia cortaban carreteras, quemaban tiendas y atacaban estaciones de policía para protestar por el aumento del precio de los productos básicos. Casos similares se han vivido en Jordania, Sudán y Yemen. Y no debemos olvidar que Egipto es el primer importador de trigo del planeta, dependiente de la importación alimentaria.
Evidentemente a este malestar hay que añadir otros: altas tasas de desempleo, falta de libertades democráticas, corrupción, déficit de viviendas y servicios básicos, etc. que constituyeron el núcleo duro de las revueltas. De todos modos, la subida del precio de los alimentos fue uno de los detonantes iniciales.
Una causa central
Pero, ¿cuáles han sido las causas de este nuevo aumento del coste de la comida? A pesar de que instituciones internacionales y expertos en la materia han señalado varios elementos como: fenómenos meteorológicos que habrían afectado a las cosechas en países productores, el aumento de la demanda en países emergentes, la especulación financiera, la creciente producción de agrocombustibles, entre otros; varios indicios apuntan a la especulación con las materias primas alimentarias como una de las razones principales de la escalada del precio de la comida.
De hecho, en el periodo 2007 y 2008 ya se vivió una crisis alimentaria profunda, con una subida del precio de los cereales como el trigo, la soja y el arroz, de un 130%, un 87% y un 74% respectivamente. Entonces, como hoy, diferentes fueron las causas indicadas, aunque destacaban el aumento de la producción en agrocombustibles y las crecientes inversiones especulativas en los mercados de futuros alimentarios. Pero este aumento del precio de la comida se estancó el año 2009, en parte, probablemente, debido a la crisis económica y la disminución de la especulación financiera.
A mediados de 2010, una vez apaciguados los mercados financieros internacionales, y con cuantiosas sumas públicas inyectadas a la banca privada, la especulación alimentaria golpeaba de nuevo y el precio de los alimentos volvía a subir. Para “salvar a la banca”, tras el estallido de la crisis financiera de 2008-2009, se calcula que los gobiernos de los países ricos aportaron un total de 20 billones de dólares para apuntalar al sistema bancario y rebajar las tasas de interés.
Con esta entrada de dinero, los especuladores se vieron incentivados para pedir nuevos préstamos y comprar mercancías que previsiblemente aumentarían rápidamente de valor. Los mismos bancos, fondos de alto riesgo, etc. que causaron la crisis de las hipotecas subprime son, actualmente, los responsables de la especulación con las materias primas y el aumento del precio de la comida, aprovechándose de unos mercados globales de mercancías profundamente desregularizados.
La crisis alimentaria está íntimamente ligada a la crisis económica y a la lógica de un sistema que promueve, por ejemplo, unos planes de rescate en Grecia y en Irlanda, supeditando la soberanía de estos países a las instituciones internacionales como se supedita la soberanía alimentaria de los pueblos a los intereses del mercado.
Garantía o negocio
De hecho, siempre se ha dado una cierta especulación con el precio de los alimentos y esta lógica impera en el funcionamiento de los mercados de futuros, que, tal y como los conocemos actualmente, datan de mediados del siglo XIX, cuando empezaron a funcionar en Estados Unidos. Estos son acuerdos legales estandarizados para hacer transacciones de mercancías físicas en un tiempo futuro establecido previamente y han sido un mecanismo para garantizar un precio mínimo al productor ante las oscilaciones del mercado.
Para explicarlo en pocas palabras: el campesino vende a un comerciante la producción antes de la cosecha para protegerse de las inclemencias del tiempo, por ejemplo, y garantizarse un precio a futuro. El comerciante, por su parte, también, se beneficia. El año en que la cosecha va mal, el campesino obtiene buenos ingresos, y cuando la cosecha es óptima, el comerciante aún se beneficia más.
En la actualidad, este mismo mecanismo es empleado por los especuladores para hacer negocio aprovechando la desregulación de los mercados de materias primas, que fue impulsada a mediados de los años 90 en Estados Unidos y Gran Bretaña por bancos, políticos partidarios del libre mercado y fondos de alto riesgo, en el marco del proceso de desregulación de la economía mundial. Los contratos para comprar y vender comida se convirtieron en “derivados” que podían comercializarse independientemente de las transacciones agrícolas reales. Nacía, pues, un nuevo negocio: la especulación alimentaria.
Los especuladores, hoy, son quienes tienen más peso en los mercados de futuros, a pesar de que sus transacciones de compra y venta no tienen nada que ver con la oferta y la demanda real. En palabras de Mike Masters, gerente de Masters Capital Management, si en 1998 la inversión financiera con carácter especulativo en el sector agrícola era de un 25%, actualmente ésta se sitúa alrededor de un 75%. Estas transacciones se llevan a cabo en las bolsas de valores, la más importante de las cuales, a nivel mundial, es la bolsa de comercio de Chicago, mientras que en Europa los alimentos y las materias primas se comercializan en las bolsas de futuros de Londres, París, Ámsterdam y Frankfurt.
Un “depósito 100% natural”
El 2006/2007, inversores institucionales como bancos, compañías de seguros, fondos de inversión, entre otros, tras la caída del mercado de créditos hipotecarios de alto riesgo en Estados Unidos, buscaron lugares más seguros y con mayor rentabilidad, como las materias primas y los alimentos, dónde invertir su dinero. En la medida en que el precio de la comida subía, aumentaban las inversiones en los mercados de futuros de alimentos, empujando el precio de los granos al alza y empeorando la inflación en el precio de la comida.
En Alemania, el Deutsche Bank anunciaba ganancias fáciles si se invertía en productos agrícolas en auge. Y negocios similares proponía otro de los principales bancos europeos, el BNP Paribas. Pero no hay que ir tan lejos para encontrar ejemplos concretos.
Catalunya Caixa, antigua Caixa Catalunya, instaba, este enero de 2011, a sus clientes a invertir en materias primas bajo el lema “depósito 100% natural”. ¿Y qué ofrecía? Una garantía del 100% del capital con posibilidad de obtener una rentabilidad de hasta el 7% anual. Y ¿cómo? En función, como indicaba en su publicidad, de “la evolución del rendimiento de tres materias primas alimentarias: azúcar, café y maíz”. Para dar garantías de la alta rentabilidad, la publicidad no dudaba en señalar como la cotización de estos tres productos, los últimos meses, había aumentado en un 61%, un 34% y un 38% respectivamente, debido a “la demanda creciente que va a un ritmo superior a la producción “,” por el incremento de la población mundial “y” su uso en agrocombustibles “.
Catalunya Caixa, pero, obviaba una información importante: la especulación alimentaria, que tan buenos réditos económicos da, aumenta el precio de los alimentos, los hace inaccesibles a amplias capas de población en países del Sur global y condena al hambre, a la miseria y a la muerte a miles de personas en estos países.
Dependencia del petróleo
Otro elemento que agudiza la crisis alimentaria es la fuerte dependencia del petróleo del actual modelo de producción y distribución de alimentos. De hecho, el aumento del precio del petróleo repercute directamente en una subida similar del coste de los alimentos básicos. En 2007 y 2008 tanto el precio del petróleo como el de los alimentos alcanzaron cifras récord. Entre julio de 2007 y junio de 2008, el petróleo crudo pasó de 75 dólares el barril a 140 dólares, mientras que el precio de los alimentos básicos aumentaba de 160 dólares a 225 dólares, según el Índice de la FAO para los Precios de los Alimentos.
Y es que la agricultura y la alimentación son cada día más ‘petrodependientes’. Después de la 2ª Guerra Mundial y con la revolución verde, en los años 60 y 70, y con el supuesto de aumentar la producción, se apostó por un modelo de agricultura industrial e intensivo. El sistema agrícola y alimentario actual, con alimentos que recorren miles de kilómetros antes de llegar a nuestra mesa, con el uso de intensivo de maquinaria agrícola, de químicos, pesticidas, herbicidas y fertilizantes artificiales no subsistiría sin el petróleo.
El aumento del precio del petróleo así como la estrategia de diferentes gobiernos para combatir el cambio climático ha conducido, también, a una creciente inversión en la producción de combustibles alternativos, agrocombustibles, como el biodiesel y/o el bioetanol, elaborados a partir de azúcar, maíz u otros. Pero esta producción ha entrado en competencia directa con la producción de alimentos para el consumo siendo otra de las causas del aumento del precio de los alimentos.
El mismo Banco Mundial reconocía que cuando el precio del petróleo sobrepasa los 50 dólares por barril, entonces un 1% de incremento de su precio supone un 0.9% de aumento del precio del maíz, ya que “por cada dólar que el precio del petróleo aumenta la rentabilidad del etanol y, consecuentemente, la demanda de maíz para su elaboración también crece”. Desde el año 2004, 2/3 del aumento de la producción mundial de maíz fueron destinadas a satisfacer la demanda norteamericana de agrocombustibles. En el año 2010, el 35% de la cosecha de maíz de Estados Unidos, que significa un 14% de la producción de maíz mundial, fue utilizada para producir etanol. Y esta tendencia va al alza.
Pero más allá de una serie de causas como la especulación alimentaria y el aumento del precio del petróleo que repercute en una creciente inversión en agrocombustibles, provocando una competencia entre la producción de cereales para el consumo o para la automoción, nos encontramos ante un sistema agroalimentario profundamente vulnerable y en manos del mercado. La creciente liberalización del sector en las últimas décadas, la privatización de bienes naturales (agua, tierra, semillas), la imposición de un modelo de comercio internacional al servicio de los intereses privados, etc. nos ha conducido a esta situación.
Mientras la agricultura y la alimentación sigan siendo consideradas una mercancía en manos del mejor postor, y los intereses empresariales prevalezcan por encima de las necesidades alimentarias y los límites del planeta, nuestra seguridad alimentaria y el bienestar de la tierra no estarán garantizados.
* Esther Vivas es autora “Del campo al plato. Los circuitos de producción y distribución de alimentos “(Icaria ed.). Artículo publicado en La Directa, n. 221.