“Las mujeres comunes, no las militantes como nosotras,
han percibido que el mercado, que el modelo hegemónico,
no les va a garantizar ciertos derechos”.
Ocurre que hacerlo nos permite conocer cómo el ser humano pasó de una clara diferencia biológica a una división sexual del trabajo y la posterior dominación. El hecho de dar vida, esta primera división del trabajo en función del sexo, no implica la explotación de un sexo sobre otro ya que puede paliarse evitando la existencia de asimetrías en el reparto de trabajo. Ha sido el patriarcado quien legitima e institucionaliza una relación de dominación, inscribiéndolo en una supuesta naturaleza biológica. Son las mujeres las que al criar, producen los futuros sujetos sociales destinatarios del trabajo humano.
Los primeros encuentros sexuales de los que se tiene constancia son entre Neardenthales y Sapiens, hace 65.000 años.
Aunque es muy difícil conocer a ciencia cierta cómo eran las relaciones económicas, sexuales, sociales en las primeras etapas del ser humano, si nos remontamos al Paleolítico la autosuficiencia era igual en hombres y en mujeres, con una repartición similar entre todos los miembros del grupo.
Existía cooperación. La educación de las crías era asumida por el grupo; aunque es muy probable que la aparición del protolenguaje se debiese a las mujeres. Apenas era conocida la paternidad; las relaciones sexuales no eran controladas por la comunidad, eran relaciones más o menos libres y aunque existían implicaciones emocionales, debido por ejemplo a la forma de mantener relaciones cara a cara (único en bonobós y en humanos) y que las relaciones no eran duraderas en el tiempo, el único parentesco conocido era la maternidad. Las hembras copulaban con varios machos y no se conocía la relación entre coito y embarazo.
Se tiene constancia de que la recolección fue vital para el grupo, y la caza, al contrario de lo que se cree, fue en la mayoría de las ocasiones para complementar la ingesta de vegetales. Sobre la caza también se ha dicho mucho, como que era cosa de hombres: Ni era la actividad más importante ni estaba asumida solo por hombres. Las mujeres y los hombres en un principio carroñeaban, ya que no se tenía un metabolismo adaptado para cazar. Y a medida que sus cuerpos se fueron adaptando ambos sexos compartían la tarea de conseguir alimento matando a otros animales.
Con el paso de mucho tiempo y tras perfeccionar la caza, esta pasó a ser la actividad principal para conseguir alimento en épocas de escasez de recursos. La recolección devino necesaria para alimentar a los machos en sus expediciones para conseguir alimentos, con lo que las mujeres alimentaban a los hombres, y los hombres al grupo entero. Además los machos se convirtieron en personas entrenadas y vigilantes que acostumbraban a expresar agresividad.
Del sexo sin necesidad de monogamia, pasamos a una sociedad basada en parejas, debido al conocimiento de la paternidad. Ya en el Neolítico, con la ganadería, las sociedades apreciaron cómo cuando separaban a las hembras de los animales machos, estas no se quedaban embarazadas.
Ahora, que los hombres sabían quiénes eran sus hij@s, y con la agricultura asentada, la propiedad privada cobró más fuerza. Les interesa aprovechar la fuerza de trabajo de sus hijos/as para cultivar sus tierras y explotar sus recursos. Todas las investigaciones apuntan a que la mujer o inventó o perfeccionó la agricultura. Cuando sus cultivos agotaban los suelos, el grupo debía trasladarse de sitio, por lo que el registro arqueológico demuestra cómo el Patriarcado se asentó antes en sociedades instaladas cerca de los deltas de los ríos, que autoregeneraban el suelo, ya que para trasladarse era un inconveniente cargar con crías. Sin embargo, en las sociedades con recursos interesaba que la mujer tuviese hij@s. La familia (de famulus: conjunto de bienes del patriarca), aparece, y debido a su potencial económico destierra a las sociedades que apostaban por huir de la monogamia y que practicaban la cooperación de todas las personas. Como se verá, el patriarcado aparece ligado a los orígenes de la acumulación capitalista. La simbología es muy importante en todo este proceso. Los antepasados de estas sociedades ya conocían el ciclo menstrual y lo relacionaban con la luna. A partir del asentamiento del patriarcado se le comienza a dar más importancia al sol (por su relación con la agricultura). Es decir, esta simbología nos muestra la gravitación de la economía y el aumento del poder en el desarrollo de las sociedades.
Al analizar esqueletos de individuos sujetos a este tipo de organización, comprobamos cómo los dedos del pie de la mujer, sobre todo el dedo gordo, ha sufrido la pérdida del cartílago (debido a la postura que ejercían al agacharse a moler grano).
Y si observamos a muchos individuos, es curioso cómo en los hombres aparece una hendidura en la rótula, lo que indica que pasaban mucho tiempo con las rodillas flexionadas (sentados), lo que casi no aparece en las mujeres: debido a que después de la jornada laboral estos podían descansar, mientras que la mujer tenía que encargarse de otras labores.
Un gran error a la hora de criticar la dominación del hombre sobre la mujer, y su limitación al plano doméstico, es ver estas actividades como el mantenimiento de l@s hij@s, solamente como necesario para la subsistencia, pero no como lo que verdaderamente es; una actividad económica. La mujer trabajaba tanto dentro como fuera de casa, aunque las unidades domésticas no eran iguales a como son ahora, sería muy injusto considerar estas actividades simplemente como “actividades familiares o domésticas”. En esta nueva etapa de organización social, se tiene constancia de que l@s niñ@s con 10 años ya trabajaban en el campo, y se conocían métodos para que la mujer tuviese más hij@s (se han encontrado figuras que mostraban a dos individuos imitando posturas sexuales que observaban en los animales)
La agricultura dio lugar a nuevas formas de relacionarse, y a la acumulación de bienes (animales, utensilios, etc.), lo que llevó a la aparición de rangos y jerarquías. A mayor acumulación de bienes se ganó mayor peso social. Tanto el esclavismo, como el feudalismo y el capitalismo – con variantes particulares – sostuvieron estas estratificaciones sociales y de género.
Del Voto Femenino a las piqueteras
Plantear el tema del cambio de rol de la mujer en la sociedad argentina en los últimos cincuenta años exige establecer previamente la existencia de una doble imagen: aceptar, por una parte, la actividad habitualmente silenciosa pero indudablemente importante de la mujer en la cotidianeidad, como resultado de una estructura tradicional que le asignara el rol de artífice y sostén del hogar y de la crianza de l@s hij@s, y reconocer, por otra parte, su lucha infatigable para obtener un lugar destacado, semejante al del hombre, en la organización institucional del país.
Desde una visión simplista, el hecho que suele aparecer como punto de inflexión y que marca una modificación sustancial en la inserción de la mujer en la vida institucional argentina es la obtención del voto femenino, a partir de la sanción de la ley 13.010, en septiembre de 1947, la cual había sido alentada por el peronismo desde su campaña electoral previa a las elecciones de 1946, en las que conquistara el gobierno por primera vez, y que había servido, durante su tratamiento en el Congreso Nacional, de tema recurrente en muchos de los discursos del Presidente y de su esposa. En especial era ella quien insistía con la pronta sanción de esa ley, que se había transformado en uno de los objetivos primordiales de su prédica, lo que sumado a su infatigable lucha por los derechos sociales le valió ser reconocida por el nombre con el que finalmente alcanzaría la inmortalidad y la estatura mítica: Evita.
No era éste, sin embargo, el primer proyecto que consideraba la posibilidad de otorgar a la mujer una paridad de derechos políticos con el hombre. Había existido, en 1927, en San Juan, durante la gobernación del Dr. Cantoni, una ley que otorgaba el voto femenino y gracias a la cual, en 1934, la Dra. Ema Acosta había logrado acceder a una diputación; y en los veinte años anteriores al proyecto de ley de 1947 se habían presentado una variada cantidad de iniciativas al respecto que, sin embargo, no habían resultado exitosas. Pueden citarse, entre ellos, los del Dr. Alfredo L. Palacios en 1915, basado en estudios de la Dra. Dellepiane, de la agrupación femenina “Juana Manuela Gorriti”, solicitando los derechos civiles de la mujer, y los de 1919, 1922, 1925 y 1929. En 1926, la sanción de la ley 11.357 derogó las disposiciones de las Siete Partidas y las Leyes de Toro, impuestas en el Nuevo Mundo por los españoles y que habían reglado durante cuatrocientos años las relaciones entre los sexos. Gracias a esta ley, se empezó a homologar en el terreno jurídico la situación de la mujer respecto del hombre, y se dictaminó que las mujeres solteras, casadas o viudas quedaban habilitadas para los actos de la vida civil e igualaban sus derechos con los de sus padres, hermanos, maridos e hij@s.
Esta aparente equiparación no pasó de ser un acto de voluntarismo, y fue más declamativo que real. En el plano político la mujer continuaba sin tener la menor opción, ya que la sanción de la Ley Saénz Peña en 1912, decretando la obligatoriedad del sufragio, lo había delimitado al padrón masculino. Numerosas asociaciones reclamaban desde entonces el derecho al voto, entre ellas la Asociación Pro Derechos de la Mujer (1918) en la que participaban médicas, abogadas, maestras, profesionales y doctoras en filosofía, con prescindencia de sectarismos políticos, conducidas por Elvira Rawson de Dellepiane, y el Partido Feminista Nacional, dirigido por la Dra. Julieta Lanteri de Renshaw, quien hasta intenta enrolarse y se presenta como candidata a diputada en el simulacro de elecciones de 1920.
La década de los 60 trajo aparejados grandes avances mundiales en la problemática de la mujer. La sociología, la psiquiatría, la política, pusieron ya definitivamente en tela de juicio su espacio tradicional, y fueron abriéndole, no sin dolor ni lucha, nuevos campos de expresión en lo humanístico y lo científico.
La psiquiatra Marie Langer, planteaba visionariamente en 1973: “Corremos el riesgo de romper la familia. ¿Pero es generalmente una institución tan sana? Nosotros, los psicoanalistas, que vivimos de los errores cometidos por la familia en la infancia de nuestros pacientes, deberíamos haber sabido cuestionarla tiempo atrás”.
El golpe militar de 1976 supuso un retroceso a remotas eras de oscurantismo. La política ideológica que tuvo la dictadura militar hacia las mujeres se centraba en la exacerbación de los roles estereotipados de género existentes en la sociedad capitalista patriarcal: se exaltaron las funciones reproductivas y domésticas, relegando a las mujeres al espacio privado, pero otorgándoles supremacía en tanto garantes de la unidad familiar, como “célula básica de la sociedad”. La dictadura, también, consolidó el modelo dicotómico de “virgen o prostituta”, resignificado en la oposición del modelo mariano representado en la Virgen de Luján contra el de la subversiva que transgredía la supuesta esencia femenina.
De las mismas atrocidades del régimen surgiría el más relevante movimiento de resistencia contra el mismo. Se trató de un grupo de mujeres, la mayoría sin preparación política previa, cuyos hijos habían desaparecido durante los primeros tiempos de la represión. Comenzaron a recorrer despachos oficiales e institucionales, incluidos los eclesiásticos, en busca de una ayuda o una respuesta respecto al paradero de sus hij@s. En determinado momento coincidieron en la Plaza de Mayo, frente a la Casa de Gobierno, de donde fueron expulsadas bajo la orden de “Circulen”, con la cual se evitaban las reuniones prohibidas por el estado de sitio. En aparente obediencia a dicha orden, comenzaron a caminar en círculo por el perímetro de la plaza, y decidieron repetir la experiencia en las semanas subsiguientes hasta obtener una respuesta. Era el 30 de abril de 1977, y acababan de formarse las “Madres de Plaza de Mayo”, originalmente lideradas por la obrera metalúrgica peronista Azucena Villaflor de Devincenzi, oriunda de Avellaneda.
Algunos cientistas sociales hipotetizaron que la preeminencia masculina en la conducción de las organizaciones revolucionarias que enfrentaron a la dictadura instaló una predisposición negativa ante la figura del varón por parte del régimen, aventurando que la de madres o hermanas gozaría de mayor respeto a la hora de reclamar contra los apremios ilegales. Este movimiento representó el quiebre más importante en el rol de la mujer en las últimas décadas. Mujeres de hogar, simples amas de casa, encabezaban un frente de oposición silencioso y pertinaz, detrás del cual se encolumnaron paulatinamente políticos, intelectuales y personalidades del país y del exterior. Del apodo despectivo de “las locas de Plaza de Mayo” pasaron a obtener respeto y consideración internacional. Puede decirse que desde la época de Eva Perón no se había producido una aparición tan fulgurante de la mujer en la vida pública del país.
Las mujeres militantes – que tenían una actividad política destinada a subvertir el orden social – serían consideradas por el gobierno de facto como elementos transgresores altamente peligrosos, no sólo por su militancia contra el orden establecido, sino en tanto encarnaban una ruptura con los roles de género tradicionales. Esto es lo que explica por qué, el terrorismo de Estado incluyó objetivos y métodos de represión específicos contra las mujeres, que podríamos describir como de “disciplinamiento de género”, que incluyó la violencia sexual como uno de sus aspectos más brutales y significativos. Mientras la violación de los varones operaba como destituyente de la masculinidad del “enemigo”, transformándolo en “subordinado”, “feminizándolo”, la violación de las mujeres simboliza la ocupación del territorio, la soberanía de los dominantes (que emula el derecho de pernada del antiguo señor feudal)
El sustrato de aquella violencia genocida se repite en cada femicidio. Este disciplinamiento que intenta “encausar” a las mujeres en los roles socialmente establecidos es el mismo que opera detrás de todas las formas de violencia de género. En cada femicidio, las huellas de la agresión son una advertencia a las otras mujeres. Disciplinar, silenciar, controlar es el mensaje dirigido a las otras mujeres que observan estos crímenes aterrorizadas.
Mujeres que “deben aprender” la lección que el criminal deja estampada en el cuerpo de la víctima, como las campesinas de la Edad Media, que eran sometidas a presenciar la quema de “brujas” (esas otras mujeres que sabían curar, ayudaban en los partos y en la prevención de embarazos a las pobres, algo que la Iglesia y las clases dominantes no estaban dispuestos a permitir) Demostrar – por la fuerza brutal, el ensañamiento, la furia y el crimen – que las mujeres deben mantenerse recluidas en su hogar, protegidas por varones, sometidas a una vida opresiva para no sufrir el mismo castigo que han pagado con sus vidas las que se atrevieron a desafiar el orden socialmente establecido para los sexos.
La década neoliberal de los 90s daría popularidad a nuevas luchadoras, como Norma Plá, emblema de los derechos de la Tercera Edad, y ya en el Siglo XXI, con la emergencia del nuevo movimiento social que irrumpe hacia el “Argentinazo” de 2001 se constata que la desocupación – por entonces elevada hasta índices desconocidos y alarmantes – menoscabó severamente la autopercepción social masculina, lo que desde entonces ha propiciado un categórico protagonismo de las mujeres en las luchas del presente, fenómeno que viene generando desde multitudinarios Encuentros Nacionales (como el que se reeditará durante el próximo mes de octubre en la provincia del Chaco) hasta novedosas medidas de fuerza como un paro específico del sector, pasando por contundentes movilizaciones bajo las consignas #Ni una menos y #Vivas nos queremos .
Hacia una nueva ofensiva popular que economice el sacrificio:
Quien da vida la valora doblemente
Con la evolución del feminismo nace la necesidad de crear para dicha lucha espacios solo de mujeres, algo que se ha cuestionado y se cuestiona en muchas organizaciones. Sin embargo, este movimiento tradicionalmente se lo ha planteado al revés: ¿Es posible acabar con el patriarcado diferenciándose entre sexos?
Está claro que sólo las mujeres no podrían hacer la revolución para acabar con el patriarcado, ya que este es muy poderoso, penetra en cada aspecto de nuestra vida y en una transformación social debe participar toda la sociedad, sin hacer ninguna diferencia.
Pero debemos cuestionarnos por qué la mayoría de los grupos que trabajan en el movimiento feminista están compuestos mayoritariamente por mujeres. Principalmente por el principio de autoorganización. Está claro que el oprimido no se reúne con su opresor para tomar conciencia de su opresión y para decidir las líneas de actuación contra el mismo.
Sería un contrasentido que fuera un hombre quien mostrara hasta qué punto el género masculino, al que pertenece, está oprimiendo al femenino. Además de constituir un paternalismo flagrante, es de suponer cuál podría ser la reacción de cualquier mujer: Si alguien ha de clarificar el grado de opresión que sufre, preferirá que sea una igual, entre otras cosas porque se entenderán mejor y sentirán más cómodas cuando tengan la necesidad de cuestionar a su opresor.
Los espacios no mixtos son espacios propios dónde la mujer se organiza contra el mundo patriarcal que la oprime. Durante los años 70, con el feminismo radical, tuvieron un gran crecimiento los grupos de autoayuda, dónde las mujeres podían reunirse para encontrar apoyo mutuo y expresar su malestar y preocupaciones, como por ejemplo perder el miedo a intervenir en la vida política. El movimiento libertario considera superado este tema.
Actualmente, todavía existen desigualdades dentro de las organizaciones, donde las mujeres aún no participan por igual (resulta curioso, por ejemplo, que una iniciativa tan dinámica como la CTEP, adonde también se verifica un mayoritario protagonismo femenino, aún no cuente con una Secretaría de la Mujer), ya que no todos los valores del feminismo estás asumidos por los hombres, e incluso se tiende a repartir tareas según el género, de ahí la necesidad de crear grupos de trabajo mixtos al igual que trabajar el feminismo con más regularidad.
Otro factor importante es la existencia de una contracultura femenina. Romper con el patriarcado y construir un nuevo mundo implica reconocer unos valores femeninos, hasta ahora ignorados, desprestigiados o explotados. Esta contracultura se hace del todo necesaria ya que lo cuestiona todo.
En la lucha contra el patriarcado es necesario el cuestionamiento por parte de los hombres de sus privilegios, y el trabajarse las masculinidades, es decir, abordar cómo afecta el género masculino a los hombres y cómo eliminar los roles de dominación, no interfiriendo en la lucha feminista sino empatizando y apoyando esta lucha mediante su propia confrontación contra los roles patriarcales.
Lo expresado hasta aquí permite concluir que reducir la lucha de las mujeres por sus derechos a una búsqueda de equidad o igualdad legal es verdaderamente utópico, en tanto sigan existiendo relaciones sociales de producción basadas en la explotación y reproducción de valores basados en la opresión de las mujeres. Lo realista, para quien decida luchar por la emancipación absoluta y definitiva de todas las formas de opresión, es acabar con el modo de producción capitalista que, como dijera Rosa Luxemburgo, es un sistema de discriminación en la explotación (a lo que podríamos añadirle, y de aprovechamiento sistemático de toda forma de discriminación) Esa es la perspectiva por la que luchamos.
El autor de estas líneas escuchó recientemente a una colega cineasta expresar en una mesa redonda sobre “Las mujeres en el cine documental” (que por cierto, como en otros órdenes, hoy constituyen mayoría de género en dicha labor) que – a su criterio -, si en la militancia de los 70s hubiera habido más comandantas que comandantes, probablemente las bajas del campo popular hubieran sido muchas menos. Pese a que tal hipótesis suene un tanto contrafáctica, nos invita a conjeturar qué variantes superadoras aportará la decisiva irrupción protagónica de las compañeras en la organización popular, con miras a un eventual y más que probable clivaje social que vuelva a arrojar al aire la taba del destino nacional.-