El estado de impunidad

Laura Carlsen
CEPRID

Al dar vuelta en una curva en una remota carretera del sureño estado de Oaxaca los observadores internacionales de derechos humanos, encontraron el camino bloqueado por rocas. Decidieron que seguir adelante sería peligroso, pero no sabían que dar vuelta, sería mortal. Cuando las camionetas empezaron a dar vuelta, unos hombres armados y enmascarados bajaron de los cerros y abrieron fuego contra los vehículos. Algunas de las personas se dispersaron entre la maleza. Otros tuvieron suerte y esquivaron las balas. Dos fueron asesinados de un disparo en la cabeza –Bety Cariño, del grupo mexicano de derechos humanos CACTUS derechos y líder de la Alianza Mexicana por la Autodeterminación y el observador de derechos humanos de Finlandia Jyri Jaakola.

Este grupo de activistas pro-derechos se dirigía a la aldea de San Juan Copala en la región indígena Triqui de Oaxaca. Esta aldea está sitiada y aislada por paramilitares locales pertenecientes a un grupo llamado UBISORT, al parecer fundado por el partido del gobierno estatal, el Partido Revolucionario Institucional (PRI).

La caravana incluía periodistas, activistas de Oaxaca y observadores internacionales de derechos humanos que conocían los riesgos, pero decidieron llevar a cabo la misión porque en eso consiste la tarea de los defensores de los derechos humanos en todo el mundo. La vida de los aldeanos estaba en juego y el permitir que un pueblo sea tomado como rehén por un grupo armado ilegal, sin que nadie levante la voz, sienta un precedente peligroso para la sociedad.

Los asesinatos de quienes defienden los derechos indígenas y sus recursos, son comunes en la región Triqui -decenas de personas han sido asesinadas, incluyendo, en 2008, dos mujeres de la estación de radio comunitaria de San Juan Copala. Después de un jefe paramilitar amenazó al grupo para que se abstuvieran de entrar a territorio controlado, los líderes del grupo de defensores dieron aviso al gobierno del estado de las amenazas recibidas. El ataque tuvo lugar en las mismas narices del gobierno del estado y con conocimiento previo de los riesgos anunciados.

Reciclaje de la Violencia

¿Cómo se convirtió en un torbellino de violencia un pueblo perdido en la Sierra Madre?

La región Triqui ha padecido una cuota mayor de conflictos violentos. La mayoría de los investigadores se refieren a las últimas décadas de conflictos entre grupos de triquis que se dividen en facciones enfrentadas con frecuencia alarmante. Pero esta situación tiene mas alcances. Desde la época prehispánica, las comunidades Triquis se han visto atrapadas en un ciclo de violencia alimentada por el despojo de recursos, la rebelión y la represión. El mismo patrón se repite a través de cada etapa de su sangrienta historia, como lo documenta ampliamente un reciente estudio realizado por el abogado e investigador mixteco Francisco López Bárcenas.

El ciclo pudiera haber sido detenido o al menos atemperado si en algún momento el gobierno hubiera cumplido con el mandato de administrar justicia a los pueblos indígenas de la región. En cambio, el gobierno sofocó las rebeliones al tiempo que los intereses externos desangraban la región. En 2007, el pueblo de San Juan Copala, se separó de un gobierno que eludió proteger a su pueblo y se declaró municipio autónomo. La represión al pueblo aumentó.

Estado de Impunidad

Para entender cómo, un grupo armado pueda atacar con intención de matar a un grupo de activistas internacionales de derechos humanos y esperar salir impunes, es imprescindible conocer esta historia. Mantos de impunidad y de injusticia han cubierto los crímenes en Oaxaca desde hace años.

Oaxaca no es un Estado común. En 2006, los oaxaqueños tomaron la capital del estado exigiendo la destitución del gobernador Priista Ulises Ruiz. Durante casi seis meses, un movimiento sin precedentes de maestros sindicalizados, amas de casa, estudiantes, indígenas, campesinos y una variedad de otros sectores de la sociedad tomaron la ciudad. La policía federal fue enviada para retomar el control al tiempo que gobernador del estado se mantenía escondido, negándose a dimitir. Durante esos sangrientos meses, 26 miembros del movimiento de protesta fueron asesinados y cientos más capturados, golpeados y sometidos a tortura psicológica.

En 2008 fui a Oaxaca como miembro de una delegación internacional de derechos humanos que obtuvo testimonios de las violaciones de derechos humanos en el estado de Oaxaca. Nuestro equipo se instaló en un salón de una iglesia y en cuanto abrimos las puertas nos llovieron las quejas. En cuatro días llevamos a cabo más de 150 entrevistas que dibujaron un panorama de crisis en los derechos humanos, acompañados por una impunidad total con respecto a acciones cometidas por el Estado.

Escuchamos testimonios conmovedores y a menudo entre lágrimas. No se trataba de delitos menores. Algunos relatos se remontan a la represión de finales de 2006, con informes de manifestantes conducidos con los ojos vendados a un helicóptero donde les decían que serían arrojados al Océano Pacífico –práctica común durante la guerra sucia de México de los años setenta, y copiosos recuentos de sucesos mas recientes acerca de líderes de base de asesinados o desaparecidos por todo el estado, incluyendo el caso de dos dirigentes del Ejército Popular Revolucionario, quienes hasta hoy permanecen desaparecidos, pese a los esfuerzos de una comisión de mediación establecida por el Congreso. La Comisión ha apuntado absoluta falta de voluntad política por parte del gobierno federal para resolver el caso.

El público ha perdido la confianza en el gobierno para la protección de sus derechos. Cuando nos reunimos con la comisión estatal de derechos humanos, el comisario manifestó su voluntad de investigar todas las quejas, pero dijo que la comisión había recibido muy pocas. La razón no fue difícil de encontrar. Cuando preguntamos a los quejosos si habían denunciado sus casos, por unanimidad nos contestaron que no, argumentando que nunca pasarían la barrera de un gobierno estatal, cómplice mismo de los delitos.

El asesinato del periodista estadounidense Brad Will es, tal vez, el caso más conocido y un ejemplo clásico de la forma como la impunidad funciona en el estado. Bajo presión internacional, el estado inició una investigación que desembocó en la nada, a pesar de que la evidencia forense y testigos oculares implicaban a sicarios vinculados con el gobierno local. Después, increíblemente, arrestaron a uno de los miembros del movimiento de protesta por el asesinato de Will, a quien tuvieron que dejar libre cuando la presión internacional se incrementó denunciando que hacer de la justicia una farsa era aún peor que no hacer justicia, con esto, el caso regresó a su punto de partida – la impunidad.
La Suprema Corte de México determinó que Ruiz era responsable de violaciones graves de los derechos humanos en Oaxaca en el levantamiento de 2006. Pero no se le fincaron ni cargos criminales ni se iniciaron procedimientos de destitución.

Este último ataque repite tanto los ciclos históricos como los contemporáneos de la violencia. Gente de fuera, codician una vez más la región Triqui. Ahora son intereses mineros los implicados y las poblaciones indígenas autónomas se interponen en el camino de sus intereses. Poner a la caravana en la mira de su ataque buscaba expresamente deshacerse de los líderes del movimiento popular opositor al gobierno del estado y los movimientos para la protección de los recursos naturales. Bety Cariño era uno de los líderes más activos del estado del movimiento contra la minería y de la defensa de los derechos indígenas.

Derechos Humanos y la indiferencia de los Estados Unidos

La emboscada del 27 de abril logró sacudir a una nación acostumbrada a la violencia en las noticias. La cuota de treinta o más víctimas diarias de la Guerra Contra las Drogas ya es un recuento habitual en México. Pero el cálculo de agresiones contra una misión de derechos humanos transpuso alguna línea invisible. Miembros del Parlamento Europeo, la Embajada de Finlandia, y el Comisionado en Derechos Humanos de las Naciones Unidas han exigido una investigación completa. El gobernador Ruiz, exhibiendo la característica de arrogancia de su gobierno, anunció que iba a llevar a cabo una investigación -de los documentos de inmigración de los extranjeros en la caravana.

Las violaciones a los derechos humanos en México han sufrido una escalada ascendente en los últimos años. A partir del lanzamiento de la guerra contra las drogas, las quejas contra las fuerzas armadas se han incrementado en seis tantos. Las muertes de civiles han aumentado en el contexto de la militarización, y la nación se enfrenta a una crisis de confianza en la capacidad –o voluntad- del gobierno para proporcionar la mas elemental seguridad humana.

El Departamento de Estado estadounidense ha ignorado esta crisis para justificar su apoyo a la fallida guerra contra las drogas del presidente Felipe Calderón. Las ayuda para la Seguridad a México, bajo la Iniciativa Mérida, establecían como requisito la presentación de un informe sobre la situación de los derechos humanos al Congreso de los Estados Unidos, que mostrará avances para poner fin a la impunidad de los crímenes cometidos por las fuerzas armadas, terminar con la tortura, y avanzar en la investigación del asesinato de Brad Will. El Departamento de Estado postergó la presentación del informe hasta el año pasado cuando sometió un informe sin demostrar progreso alguno y simplemente interpretó el requisito como la simple elaboración de un reporte.

La ayuda de Seguridad a policías y a fuerzas armadas que violan sistemáticamente los derechos humanos sólo refuerza el sistema de violaciones. La capacitación en derechos humanos por corporaciones estadounidenses no harán ninguna diferencia en la ecuación—obviamente el problema no es la falta de capacitación, sino la falta de voluntad política. Mientras las mismas fuerzas políticas que cometen las violaciones reciban apoyo y ayuda, son incentivados a continuar con prácticas que dañan a la sociedad y destruyan vidas.

México está hoy frente a una disyuntiva crucial. Sus frágiles instituciones se han visto sacudidas por la respuesta inadecuada al fraude electoral en las elecciones presidenciales de 2006 y por la desigualdad y la injusticia de la vida cotidiana. El sistema de justicia sigue amarrado a los intereses de un débil gobierno federal que tiene temor a la protesta popular y a los gobiernos estatales y locales, en casos como Oaxaca, controlados por déspotas. La corrupción que emana de los carteles de la droga, robustece la impunidad.

México puede asumir el reto de fortalecer sus instituciones democráticas, o puede retroceder a gobernar por la ley de la fuerza y el autoritarismo. El rígido y estrecho enfoque del gobierno de los Estados Unidos que sólo contempla asuntos de seguridad, ignorando las sistemáticas violaciones de a los derechos humanos fomenta lo anterior. Este gobierno debería centrarse en la lucha contra la delincuencia organizada transnacional al interior de sus propias fronteras y canalizar su ayuda a México para proyectos de desarrollo que fortalezcan los derechos humanos, el empoderamiento ciudadano, y la construcción de paz y bienestar.

Los grupos internacionales deben tomar medidas

Una reciente carta de las organizaciones mexicanas establece lo siguiente:
“Repudiamos esta agresión, sin precedentes en nuestro país, y fincamos esponsabilidades en el gobernador del estado de Oaxaca, Ulises Ruiz Ortiz, y los líderes políticos de la UBISORT organización causante del clima de violencia en la región. Exigimos que los responsables de este atentado sean castigados.
También exigimos garantías para la seguridad y las vidas de los sobrevivientes de la caravana; el cese inmediato de todos los actos de agresión contra el Municipio Autónomo de San Juan Copala, sus funcionarios locales, y sus habitantes; la inmediata retirada del bloqueo alrededor del municipio, y el respeto del derecho a la libre determinación de todos los pueblos.

Rechazamos la utilización de la violencia como un pretexto para la militarización de la zona Triqui y demandamos que pongan fin a las acciones de grupos paramilitares”.
Las organizaciones internacionales y personas interesadas deberían seguir el ejemplo de los firmantes de esta carta y demandar una investigación completa. El papel del gobierno del estado de Oaxaca con Ulises Ruiz debe de aclararse fehacientemente. La impunidad no es solamente una ausencia de justicia y su debida sanción; es una incubadora de violencia y de delincuencia. Cuando la impunidad se convierte en política de Estado, el Estado de Derecho se desmorona. Las organizaciones internacionales de derechos humanos y ciudadanos debemos exigir–en nombre de Bety, Jyri, y los otros miembros de la delegación– que los asesinos que llevaron a cabo este ataque vil así como sus cómplices, sean presentados ante la justicia. Cualquier acción menor a una explicación completa y la aplicación de la ley en el caso del ataque de San Juan Copala, permitirá que la violencia continúe y se sume una mancha más al ya catastrófico historial de derechos humanos de México.

Traducción para (www.ircamericas.org) Marta Sánchez

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