El lunes 5 de julio, cuando la efervescencia política tome otro rumbo, se hagan los recuentos, se celebren los triunfos o se anuncien fraudes electorales; cuando no haya nadie despierto aún del somnífero letal del mundial de futbol, en una casa de El Rastrojo, Santiago Juxtlahuaca, Oaxaca, Antonia Ramírez hará su propio recuento por la pesada ausencia de sus hijas: Virginia y Daniela Ortiz Ramírez.
El 5 de julio de 2010 se cumplirán tres años desde que salieron de su casa para, de acuerdo a los planes, regresar al tercer día, pero el destino fue otro. Ellas, Virginia y Daniela se convirtieron en dos heridas que laceran a una familia, a una etnia, a una sociedad cuando no volvieron a casa y nadie investigó los hechos.
Frente a la nada, la familia, la etnia y la sociedad se preguntan y buscan respuestas. El dolor corre entre las palabras de Antonia que se esfuerza por no enmudecer frente al silencio de las autoridades. El sistema no escucha la demanda de justicia, no ve el sufrimiento de una familia e ignora el reclamo social. La inacción de las autoridades para investigar y detener a los responsables hiere tanto como el acto mismo que cometieron quienes atentaron contra la libertad y tal vez contra la vida de las dos jóvenes.
Durante los últimos mil 95 días, Antonia Ramírez, madre de Virginia y Daniela, da muestras de su valentía y coraje para enfrentar a las autoridades que prometieron investigar los hechos y que después, bajo el argumento de un conflicto político-social, archivaron la denuncia.
Su silencio es una apuesta al agotamiento, al olvido por el paso del tiempo. Pero la conciencia social se mantiene y crece sobre los escombros de un sistema que, contrario a lo que piensa, se desmorona, pierde poder.
La impunidad en la que vagan los delincuentes que cometieron el aberrante delito de desaparecer a las hermanas Ortiz Ramírez, es un caldo maloliente, descompuesto, procurado por el dejar pasar y dejar hacer, por el abandono, la miseria, el olvido que a cuenta gotas cae sobre los campos de la zona mixteca que ocupa el divido pueblo triqui.
Es el mismo caldo donde hoy se sostiene la autoridad inactiva, incapaz de responder, de investigar, de encontrar a las dos jóvenes triquis que en 2007, cuando fueron desaparecidas, tenían 20 y 14 años de edad; una maestra bilingüe, la otra estudiante de secundaria; las dos hermanas e hijas, con sueños y construyendo su futuro. Su desaparición y la herida que dejaron, son la muestra exacta de que la vida de las mujeres carece de valor, se les puede insultar y golpear, se les puede desaparecer y asesinar.
Es la misma sustancia que permite concluir un caso, sin empezar a investigarlo, como sucedió el 18 de enero 2008, cuando la Procuraduría estatal cierra el caso; Daniela y Virginia se convierten en números, se convierten en parte de la suma de atrocidades que durante décadas se han cometido contra las mujeres triquis, las desoídas mujeres de huipil rojo de algodón inmersas en una confrontación política, social o económica que las convierte en botín de guerra, una confrontación que no se entiende ni desde afuera ni desde adentro de la pequeña nación Triqui.
El cuerpo de las mujeres como botín de guerra, es quizá esa y no otras las sin-razones empleadas por grupos confrontados en guerras civiles, como pasó en Sudán, Colombia, Irak, Rwanda, Perú, Croacia o Bosnia. Como pasó en Argentina, Chile, Bolivia y Brasil durante las dictaduras militares. Son miles y miles los casos de violencia extrema, de violencia feminicida, donde no sólo se castiga a quien no tiene poder sino también se “deshonra” al vencido. El cuerpo de las mujeres de los enemigos, se convierte en la zona de venganza, pues al ser su propiedad se les humilla.
Fueron estas las sin-razones que emplearon los militares que en 1979 violaron a 14 mujeres triquis y que siguieron cometiendo atropellos, la misma que utilizaron las fuerzas policiacas y paramilitares con mujeres en Loxicha en 1997 y antes y después en zonas indígenas de Chiapas y Guerrero.
Esta sin-razón es la misma que siguen empleando los militares que hoy están en las calles de todo el país y que han cometido atrocidades de violencia sexual como sucedió en Castaños, Coahuila, en la sierra Zongolica, Veracruz, o en poblaciones de Michoacán, o como lo hizo la policía en Atenco, Estado de México, y en el Distrito Federal.
En todos estos lugares siempre hubo víctimas, pero nunca victimarios visibles que pudieran ser castigados. De esta forma, a cada uno de los militares, policías o paramilitares, la autoridad les da un pasaporte de impunidad, que imitan otros grupos de poder o los solitarios esposos a lo largo y ancho de esta nación, como sucede en Ciudad Juárez o en Oaxaca.
Las huellas no visibles de la violencia patriarcal quedan. Ahí están las mujeres de Castaños, Coahuila, violentadas sexualmente por un grupo de militares tratando de reconstruirse solas, tras ese intento de justicia o justicia a medias que el Estado dio a sólo una tercera parte de los militares que violaron a 14 mujeres.
Son esas, las huellas invisibles de la impunidad las que ahora marcan a la familia Ortiz Ramírez, a la etnia triqui y a la sociedad oaxaqueña. La falta de justicia ha cobrado más víctimas inocentes, como las propias locutoras de radio Copala, “La voz que rompe el silencio”, Teresa Bautista y Felícitas Martínez, asesinadas en abril de 2008 y cuyas investigaciones también están en el limbo judicial.
La impunidad es el permiso, la llave para seguir cometiendo actos de violencia extrema contra las mujeres triquis y los hombres sin poder; sin castigo, los asesinos, violadores, torturadores reciben una concesión que las instituciones otorgan, cuando sobre la vida de las mujeres se anteponen los intereses de grupos políticos y hasta económicos.
La historia de Daniela y Virginia es clara. Existe un expediente. Hay testigos que vieron cuando fueron llevadas, amordazadas y con pistolas apuntándoles sobre sus cuerpos, hay nombres de los presuntos responsables. Alejandro Timoteo, asesinado este año, estaba entre los victimarios. Este 5 de julio de 2010, Antonia cumplirá mil 95 días de haber perdido el apetito y el sueño, son tres años desde que perdió la sonrisa y mantiene en vilo la esperanza de recibir algo de sus hijas Virginia y Daniela.