De nada sirve cerrar los ojos y pretender la fantasía de una realidad alternativa, en la cual palpita la esperanza de un mejor mañana. Entre luces navideñas y fuegos de artificio se apagan temporalmente los estados alterados de conciencia, pero las cosas son como son y, entre ellas, soportar el embate imparable de organizaciones criminales en cada una de las actividades cotidianas es la nota predominante. Entre esas redes pasaron el 31 muchas de las niñas perdidas de Guatemala. Nadie sabe cuántas son. Las imperfectas estadísticas, el subregistro, el miedo a denunciar o, simplemente, la ausencia de reporte por voluntad de unos padres cómplices, ocultan una terrible realidad. Algunas fueron arrancadas de los brazos maternos, otras adolescentes cayeron camino a la escuela o mientras se dedicaban a las labores del hogar.
Pero también las hay entregadas a las redes por su propia familia. Estas niñas, cuyo valor ha sido determinado por el mercado de la trata —una de las múltiples variantes de las organizaciones criminales más poderosas del continente— son el objeto del deseo de una clientela dispuesta a pagar hasta el último de los costos acumulados en la operación, incluido por supuesto el precio de la joven esclava.
Las organizaciones civiles cuya misión es combatir este negocio perverso se estrellan contra toda clase de obstáculos en su intento por detener el tráfico humano. Amenazados de muerte e impotentes ante un muro de impunidad erigido hasta en las más altas instancias del sistema, carecen de los recursos para parar la enorme ola de intimidación e influencias que cruzan el país de extremo a extremo. Las niñas perdidas, mientras tanto, cruzan fronteras o se pudren en los cuartuchos inmundos de un prostíbulo de provincia, en donde nadie las reclama.
¿Qué maldición pesa sobre las niñas de Guatemala? Pobres de pobreza absoluta, privadas de oportunidades de estudio y a merced de la voluntad de quienes —por tradición o por fuerza— las someten a su dominio, muchas niñas de Guatemala cuyos talentos podrían representar un cambio significativo en la vida de sus comunidades, se pierden para siempre. Las autoridades responsables de buscarlas y regresarlas a sus hogares están sobrepasadas por las elevadas estadísticas de crímenes de mayor impacto, hacia donde derivan la mayoría de sus esfuerzos.
Hace algunos años se lanzó una campaña cuyo lema rezaba: “Niña educada, madre del desarrollo”, una campaña como muchas otras en búsqueda de equidad, educación y reconocimiento de talentos, acciones fundamentales para rescatar del olvido y la injusticia a miles de niñas cuyo destino permanece en jaque desde el momento mismo de su nacimiento. Esos esfuerzos deben ir mucho más allá de una campaña de duración limitada por un presupuesto.
Deben convertirse en iniciativas masivas de carácter ciudadano para que nunca más se pierda una niña entre las redes de las mafias internacionales, para que nunca más sea asesinada impunemente. Para que esas niñas relegadas a las tareas domésticas vayan a la escuela, se eduquen y crezcan en un ambiente de respeto por sus derechos humanos. Esto no es solo obligación del Estado, es una misión de nación.