Europa levanta enormes vallas, ante los ojos del mundo y para vergüenza de cualquier europeo con un mínimo de dignidad y empatía con el sufrimiento ajeno, a lo largo y ancho de sus fronteras, para intentar evitar un aluvión masivo de migrantes y refugiados al interior de su fortaleza. Vallas a las que recubre con alambres, espinos y cuchillas, para prolongar, hasta el último momento, el tormento del que viene huyendo del hambre o de la guerra, del expolio al que las potencias occidentales someten a los pueblos empobrecidos de la tierra. Pero no se puede tapar el sol con un dedo. Mientras su mundo sea ese mundo-campo de concentración en el que los países ricos han convertido a los países empobrecidos, seguirán intentando entrar, esto tan solo es una muestra más de que eso que llaman “Occidente”, es decir, el mundo capitalista “desarrollado”, es, por definición, cruel, antihumanista y despiadado.
Estas vallas son algo más que un componente en una frontera, son un símbolo de lo que es el mundo capitalista. Un Auswitch a la inversa, que lo llamó un día el filósofo Carlos Fernádez Liria. Levantamos muros y dejamos tras ellos, fuera de ellos, un mundo/campo de concentración donde se produce a diario un genocidio silencioso que afecta a miles de millones de personas. Y en las vallas colocamos unas cuchillas por si los que quedan fuera de nuestro gueto/privilegiado osan intentar entrar, fuera de nuestra fortaleza, osan tratar de escapar de aquel mundo-campo de concentración en el que hemos convertido a sus países de origen, con el hambre, la guerra, el expolio, las epidemias y, en pocas palabras, la muerte, como máxima expresión del mismo. Vallas/símbolo de la mierda de mundo que ha desarrollado el capitalismo, por mucho internet, muchas tecnologías y muchas vacunas que tengamos.
Los nazis encerraron a sus víctimas en campos de concentración y en guetos con el fin de aislarlos del resto del mundo. Tras los muros de aquellos espacios de muerte se gestó un verdadero horror que causó la muerte de más de una decena de millones de personas, asesinados cruelmente de múltiples formas, desde las cámaras de gas, a los fusilamientos masivos a los menos sofisticados métodos de la inanición o la muerte por epidemias que las víctimas se contagiaban unas a otras ante la dejadez y la complicidad de sus verdugos, con la no menor complicidad de un mundo que solo cuando ya era demasiado tarde hizo algo por ayudarlos, y unas sociedades que no querían ver lo que pasaba con aquellas personas en aquellos espacios de muerte, pese a que, en algunos casos, los tenían incluso en el corazón de sus propias ciudades y las consecuencias eran evidentes por sí mismas.
Nosotros, ahora, desde nuestros países ricos, hemos desarrollado exactamente el mismo sistema, pero a la inversa. Nos encerramos nosotros en nuestras fortalezas (de las que el hambre y la misera no quedan exentas, aunque sin llegar a los más elevados niveles de horror), las cubrimos con enormes vallas y todo tipo de medidas de seguridad destinadas a brindarlas del exterior, y dejamos tras ellas un espacio de muerte que abarca más de tres cuartas partes del mundo y varios miles de millones de personas diseminadas por él. El hambre que mata, la pobreza extrema que anula toda dignidad, la falta de un futuro, el expolio de sus recursos naturales, las epidemias, y las guerras causadas, la mayoría de veces, por los propios intereses económicos de las potencias occidentales, arrasan aquel mundo-campo de concentración a diario, con la no menor complicidad de unas sociedades que no quieren ver, o que prefieren mirar para otro lado, lo que pasa cada día con aquellas personas en aquellos espacios de muerte. Nuestros medios ya se encargan de deshumanizar a ese “otro”, a esos miles de millones de personas que habitan en ese gigantesco campo de concentración globalizado en el que hemos convertido sus países, para que nuestras conciencias duerman tranquilas.
Y aunque sabemos que todo eso está pasando, que más de tres cuartas partes del mundo están condenadas a vivir en un mundo-campo de concentración sutilmente separado de nuestro gueto-fortaleza, no nos importa. Es más, clamamos contra quienes tratan de escapar de aquel espacio de muerte y cruzar nuestras fronteras para llegar hasta eso que ellos creen como el lugar donde poder labrarse un futuro y escapar de la muerte. Los tratamos como a invasores que vienen a robarnos nuestro propio espacio vital y consentimos que esas enormes vallas se levanten en nuestro nombre, tal vez porque así nos sintamos protegidos de los peligros que asociamos a ellos, precisamente todos aquellos peligros a los que los hemos condenado: hambre, miseria, desempleo, enfermedades, epidemias, muerte. Tras los muros de nuestras fortalezas los miramos con desprecio y temor, sin importarnos su destino.
Si los nazis fueron el horror expresado en su máxima potencia, nuestro mundo no es otra cosa que un mundo-nazi, que separa a sus habitantes, mediante vallas, muros y alambradas, entre aquellos que merecen ser considerados humanos, que tienen derecho a vivir en el interior del gueto-fortaleza del mundo desarrollado, y aquellos que son carroña, escoria, bestias, que no merecen la condición de humanos y deben quedar aislados de nuestro gueto, purgando su existencia inhumana más allá de las fronteras de nuestra fortaleza, en su mundo-campo de concentración. Aquí, en nuestras fortalezas, no seremos todos arios, pero sí que somos todos un poco nazis.