En su discurso de celebración por la independencia de los Estados Unidos en el Monte Rushmore, el presidente Donald Trump reafirmó la posesión de tierras sagradas indígenas por el gobierno federal y reiteró su descripción del movimiento “Black Lives Matter” como uno de odio.
Fue un día y un lugar estratégicamente importante: el día de la independencia marca el nacimiento formal de los Estados Unidos, y el Monte Rushmore sirvió para esculpir los rostros de cuatro de sus presidentes. Con esto Trump resaltaba dos de los grandes pilares en el tiempo (el 4 de julio) y el espacio (Mt. Rushmore) de la nación. La presencia y el discurso de Trump servían como narrativa para conectar a 1776 con el presente, y a Mt. Rushmore –el espacio– con la casa del gobierno de hoy.
El día de la independencia y el Monte Rushmore han servido como fundamentos del tiempo y espacio mítico de la nación llamada “americana”. Son parte constitutiva de la “alma blanca” que el pensador afroamericano de descendencia haitiana W.E.B. Du Bois describió muy bien en su texto “The Souls of White Folk”.
No se puede desestimar la audacia del mito de la nación “americana” y las lecciones que todavía tiene para hoy: logra que la celebración del fin de una relación colonial marque el nacimiento de una república anclada en la colonialidad.
En palabras de Du Bois se trata de un descenso al Infierno en el que queda dibujada una “escritura del odio humano” en las caras de aquellos que quedan bautizados como blancos. Se trata de una “religión blanca” que se disfraza de patriotismo y reclama para sí una pertenencia eterna de territorios saqueados y de rechazo de devoluciones y de reparaciones, aun por parte de sus almas más liberales. Y es que, ¿acaso no es el liberalismo algo así como el protestantismo de la religión blanca? La metáfora puede no ser precisa, pero no deja de dar qué pensar.
Du Bois describió muy bien ciertas dimensiones esenciales del mito de la nación americana: el mantenimiento de un sistema de castas, la conquista de territorios tropicales, y el entrenamiento a sus inmigrantes a despreciar a todo lo que apareciera como negro en the land of the free (“la tierra del libre”).
Nunca antes quizás el significado de “libertad” había estado tan enlazado con la producción y reproducción de la colonialidad como en la historia de los Estados Unidos. Esta hazaña ha de ser una de las contribuciones específicamente americanas a la catástrofe de la modernidad occidental. Ya decía Du Bois que los Estados Unidos llegaron a equipararse “hombro a hombro” a Europa con respecto a “los peores pecados de Europa contra la civilización.”
Catástrofe significa literalmente un “giro hacia abajo”, una serie de eventos que cambian el curso de una narrativa de forma fundamental y devastadora. No se trata de una explosión o crisis cualquiera, sino del surgimiento de un estado nuevo de las cosas donde lo nefasto se convierte en lo normal. Desde esta óptica el 4 de julio aparece menos como “revolución” que como “catástrofe”.
Con respecto a lo que se ha denominado la modernidad europea, la catástrofe apunta a una inversión profunda de los valores. Lo que a Federico Nietzsche se le escapó en su teoría sobre el tema de los valores –debido en parte a que su crítica se dirigía a la religión cristiana y no a la “religión blanca”–, el caribeño Aimé Césaire lo describió muy bien en su Discurso sobre la colonización: la colonización moderna, junto a la esclavitud racial, se concibieron como vehículos de la civilización. Césaire también observó las consecuencias: el colonizador se desciviliza cuando coloniza, que es justo a lo que apuntaba Du Bois con la referencia a los pecados de Europa contra la civilización.
La inversión colonial de los valores y la creación de nuevas formas siniestras de clasificación en la catástrofe de la modernidad/colonialidad han servido de base a mitos nacionales, instituciones de estado, ideales educativos, y expresiones de la subjetividad. La inversión es tan poderosa que, bien como lo indicó el martiniquense Frantz Fanon, lleva a personas negras a negarse a ellas mismas. De la misma manera, los mitos que anclan a la colonialidad llevan a pensar, tal y como lo apuntó Angela Davis, que las esclavizadas y esclavizados no produjeron nada que nos pueda ayudar a combatir la catástrofe, que la colonialidad no tiene grietas –véase el trabajo de Gloria Anzaldúa y Katherine Walsh al respecto de las grietas–, y que la misma acabó con todas las ideas y prácticas que le precedían y que no se someten a su lógica.
Resultado también de esta inversión de valores e invención de formas coloniales y racistas de clasificación es esa “alienación sutil y criminal a que ha sido sometido el puertorriqueño negro” (22), según documentó bien Isabelo Zenón Cruz en su clásico pero no por eso muy leído Narciso descubre su trasero. Y es que el mito de la nación puertorriqueña se cortó de la misma tela que el mito de la nación que se autodenomina como América. Por esto, en Puerto Rico, el problema de raíz no es tanto el colonialismo de los Estados Unidos como las líneas de continuidad entre estos mitos de ser gente, individuo, pueblo, y nación. Son estos mitos los que preparan el terreno para que mucha gente desee participar del “sueño americano”, no solo en Puerto Rico, sino también en muchas otras partes, mientras, por ejemplo, se concibe a Haití –donde sí hubo una revolución–, a la Republica Dominicana, o a Loíza, como zonas de condena. No se trata ya de colonialismo solamente, sino, como bien apuntó el sociólogo peruano Aníbal Quijano pero también la afro-caribeña Sylvia Wynter, entre otras y otros, de colonialidad.
Esta reflexión ayuda a entender tanto la sabiduría de las creadoras de Black Lives Matter–Patrisse Khan-Cullors, Alicia Garza, y Opal Tometi–, como la oposición de Trump al movimiento. Decir Black Lives Matter implica reconocer que vivimos en un mundo y orden social que se considera normal o inclusive el mejor en el mundo, como es típicamente el caso en los Estados Unidos, pero que funciona como si las vidas negras no importaran. Esto apunta a que hay algo profundamente mal en lo que consideramos normal y superior a todo lo demás.
El “alma blanca” –la que existe en cuerpos de colores, géneros y preferencial sexual distinta pero de forma más abundante entre las personas que se conciben a sí mismas como blancas o que se distancian de lo negro– se resiste a considerar que la nación pueda estar en condiciones tan graves, y menos aún si la gravedad se mide con referencia a sectores considerados como minorías o problemáticos. También el “alma blanca” se resiste visceralmente a reconocer que mujeres negras tengan algo que enseñarle, y a que movimientos liderados por gente negra tengan que generar algo más que cambios cosméticos y pequeños dentro del orden liberal reinante.
Ahí radica el regalo contra-catastrófico de Black Lives Matter y la furia blanca –“white rage,” diría Carol Anderson– de un presidente que se antoja en defender una forma ortodoxa de la “religión blanca” y del mito de la nación estadounidense. Pero hay que tener cuidado con las versiones alternativas de esta religión y este mito, no olvidando que Black Lives Matter comenzó en la era del presidente anterior, quien era negro. Y hay que tener en mente que el racismo anti-negro es, junto a la desposesión y genocidio perpetuo de poblaciones indígenas, una piedra angular de una catástrofe convertida en sistema que incluye el sistema entero de castas/razas, la posesión de tierras robadas, el colonialismo contemporáneo, y la colonialidad de género. Es decir que no se puede decir que las vidas negras importan sin tampoco oponerse a la ocupación de tierras indígenas, al colonialismo y a la colonialidad.
La invención de lo negro y de lo indígena se ubican en el meollo mismo de la catástrofe moderna/colonial: son una especie de pecado original que se reproduce constantemente. Lo negro no se puede entender ni pensar sin lo indígena y sin considerar la matriz colonial de desposesión, tortura, y violación que es la modernidad y vice-versa, tanto a niveles nacionales como globales.
El racismo anti-negro y anti-indígena en los que se encuentran fundamentados el “alma blanca” y la “religión blanca” estadounidense están ligados a la producción de un mundo repleto de distinciones racistas. Este también es un mundo donde el colonialismo puede llegar a considerarse tan normal que hasta los colonizadores se ven a sí mismos como libertadores, y donde el pueblo colonizado se le permite votar –como si escoger entre opciones catastróficas, incluyendo al colonialismo mismo hiciera al colonialismo menos letal.
Visto desde esta perspectiva, el discurso de Trump en el Monte Rushmore no puede dejar de verse como un ritual de renovación y autoafirmación del alma blanca y la religión blanca por uno de sus sacerdotes principales en el presente.
Frente a esto, decir, en serio, “Black Lives Matter” puede ser el comienzo de un giro contra-catastrófico como proceso de des-esclavización, y descolonización mental que se debe alimentar del pensamiento negro, indígena, caribeño, y del sur global. A través de estos ni el capitalismo, ni el nacionalismo, ni el patriarcado, la heteronormatividad, las dependencias, o las independencias han de verse igual. Se trata, mucho más allá de decir una frase, escribirla, o de expresión de apoyo, de un nuevo comienzo que no es sino la continuidad de una lucha de pensamiento, producción creativa, y de acción tanto de necesidad inmediata como de larga duración.